Los sonidos atraviesan mis oídos de una forma elegante, llegan silenciosos, sigilosos, revientan en mi tímpano y se marchan dejándome crispado, sigilosos de nuevo. Son varios a la vez. De la colilla que se consume en el cenicero mojado, de las burbujas del vaso, de las ambulancias allá abajo, de esas que engañan a enfermos con la salvación. Abajo, muy abajo, se escucha a mi vecino tirándose a una puta colombiana, de las caras. Los gemidos, por una de esas coincidencias cósmicas, combina la perfección con Planet caravan que no suena en ninguna radio, sólo en mi cabeza. La voz hipnótica de Ozzy Osbourne recorre mis neuronas al ritmo de sinapsis adormecidas y me dificultan la labor de percibir el espacio. Sólo hay sonidos, sin espacio en el que se desplacen. El maestro decía que uno escribe para expulsar demonios grotescos, para expulsar las entrañas de los seres más viles, los escritores. Lamentablemente yo no soy de aquellos dotados con el privilegio de una buena escritura y las entrañas se quedan dentro, y hacen sinapsis mientras se acercan las seis de la mañana en punto y una ambulancia lleva al muerto de esta hora en un espacio hecho de sonido.