Lo único que recuerdo de los viajes en tren con el viejo y la vieja es el llanto de los niños en los asientos cercanos. Nunca paraban, pero había un punto en el que la ecuación del silencio los incluía y así se podía obviar la diafonía de cada grito. Recuerdo que esa capacidad de adaptación me causaba asombro de niño. Aún ahora pienso que un triunfo evolutivo consiste en la aptitud para vivir con el silencio de la muerte todos los días. Pienso en la radiación de fondo de microondas y el tiempo que nos tomó saber que siempre estuvo ahí, como las pistas “en las narices” que dejan los grandes asesinos. La obviedad es el mejor escondite decía mi abuelo.
Entonces el asunto que afronto hoy ha de tener una solución parecida. Las voces no van a parar jamás, pero solo tengo que encontrar la forma de hacer que no jodan tanto. Para ello he pensado en un par de opciones, una de ellas totalmente acorde con la selección natural, aunque ahora que lo pienso mejor, la opción opuesta es también el triunfo del postulado de la supervivencia del más fuerte. La primera – que representa un mecanismo adaptativo – es habituarse a las voces, ignorarlas o conversarles, construir mundos alternos con su presencia. La apariencia de locura es un precio pequeño en comparación con el final del hoyo en el pecho. Y la otra opción es el final con la muerte. Con la ausencia de sinapsis auguro el fin de las pulsiones, y con la ausencia de la vida auguro la incapacidad de expresar cualquier futuro. Esto último no es novedad, pero sí lo sería para un religioso obstinado en la vida eterna. Imploro porque no exista. En el triunfo de la incoherencia le imploro a Dios (con mayúsculas) porque no exista vida después de la vida, que todo final sea el final.
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