El gringo Mark era una persona extraña. Lo conocí en el aeropuerto de Denver en 1993 mientras yo esperaba mi conexión a Nueva York y de ahí de vuelta a Lima. Ambos nos habíamos quedado sin dinero así que debíamos esperar nuestros vuelos en las bancas del aeropuerto mientras la televisión pasaba imágenes de medio oriente y a un analista político de Stanford decía que era cuestión de tiempo para que la paz y la democracia llegaran a estas regiones del mundo. Mark miraba atento la televisión mientras yo tomaba apuntes en una pequeña libreta para algún día escribir una crónica sobre cómo se siente pasar la noche en un aeropuerto.
Algo en mi caligrafía enigmática debió de haber atraído su atención y se presentó:
- Hi, Mark Nozick
Usualmente las personas no hablan en los aeropuertos, así como en los buses, el metro, los ascensores o las escaleras eléctricas. Mark no comprendía la lógica del sistema capitalista del aislamiento: necesitamos esos momentos de ensimismamiento y solipsismo para digerir al mercado, necesitamos retraernos en nosotros mismos para poder continuar, el mundo esta tan lleno de comunicación que los silencios son un bien escaso y preciado. En pocas palabras, no tenía ni la más puta gana de responderle, pero aun así, lo hice:
- Perdón, no hablo ingles…
- Ahhh, no hay problema amigou, yo hablo un poco de espaniol, ¿Qué escribes?...
¿Nunca les ha ocurrido que se reprochan una decisión apresurada en la vida? A mí me paso con Mark. Jamás me imagine que supiera español, pensé que – por alguna extraña circunstancia – nunca había tenido algún tipo de contacto con algún mexicano o latinoamericano, que no le interesaba el español, que era racista, xenófobo, que ideaba planes secretos para torturar sudacas como yo. Pero no, a Mark le gustaba lo hispano, le atraía, y mi respuesta había resultado ser el percutor de una verborrea inacabable. Durante aproximadamente tres horas, lo cual implicaba una repetición del noticiero de la noche pasando las mismas noticias que ya había visto, Mark me hablo de la historia de México, de movimientos sociales en Argentina y de la oposición chilena brutalmente reprimida durante la dictadura de Pinochet.
Mientras él hablaba solo había una idea fija en mis pensamientos: la banalización del mal. Debía haberme acostumbrado a los horrores que Mark me relataba porque a mí me parecía que Latinoamérica no la pasaba tan mal y que los dictadores eran muy hijo de putas, pero tanto como los presidentes democráticos. En mi mediatizada cabeza – además anacrónica para 1993 – los malos de la película seguían siendo los comunistas y sus sistemas envidiosos de repartición del capital.
Mark era miembro de un pequeño corpúsculo de izquierda radical de la Universidad de Illinois, con tendencias anarquistas en el ala moderada y primitivistas en la más radical – los radicales de los radicales - y lo más subversivo que había hecho en su vida fue tirar pintura verde a la fachada de la casa de un senador republicano en 1991. A mis ojos era un gringo pelotudo. Nada más que eso.
Sin embargo, veía algo de mi viejo en su discurso inflamado (e ingenuo). Desde su perspectiva, el mundo seguía teniendo una finalidad. Por instantes sentía las irrefrenables ganas de decirle ¿Crees en dios, en el desenvolvimiento del espíritu, en Buda…te drogas? Pero si algo había aprendido como peruano exiliado de mi país es a ser un neutral político y muy diplomático. Dosificaba las sonrisas, asentía con la cabeza cada aseveración de Mark y de cuando en cuando le daba la razón de manera autentica porque los locos tienen algo de cordura en sus pensamientos desmesurados.
Mark esperaba un vuelo a Ciudad de México y desde ahí a Cuba. De pronto la escena se me pinto cliché: un tipo de izquierda que escapa del monstruoso e insaciable Tío Sam y llega al paraíso del corporativismo, la isla de Cuba. Pensé en lo gracioso de la circunstancia y en que lo mismo debió creer un escéptico como yo cuando conoció a mi viejo en Panamá tantos años atrás mientras esperaba su vuelo a La Habana.
Perdí la noción del tiempo sobre lo que sucedió después pero recuerdo haber despertado a las cuatro de la mañana y encontrar sobre mi mochila una nota de Mark despidiéndose e invitándome a formar parte de su grupillo libertario. Sonreí, era un gringo loco pero al final me había parecido de puta madre, tal vez con los años se tranquilizara y se convertiría en profesor universitario o, quien sabe, un exitoso empresario ultraconservador.
El 1 de Enero de 1994, meses después de conocer a Mark, exploto en México un levantamiento popular “zapatista” con proclamas contraculturales y anti capitalistas. Por primera vez la facción protestante utilizaba masivamente los medios de comunicación para evitar la represión violenta mediante la difusión de sus proclamas y de la protesta. Yo tomaba café en un despacho del gobierno mientras esperaba que me entregaran algunos papeles, cuando vi a Mark en las pantallas criticando al NAFTA – tratado de libre comercio entre EEUU, México y Canadá -. Tenía una gran barba y había bajado algo de peso. Instantáneamente sonreí, estaba igual que cuando lo conocí y totalmente comprometido con las cojudeces en las que creía. Se había convertido en uno de los dirigentes más importantes del corpúsculo gringo anarquista que había llegado hasta Chiapas para apoyar a las protestas y en la pantalla de televisión se veían dibujos distópicos, figuras del Che Guevara y gringos drogados con sombreros mexicanos. Entonces se me antojó pensar que las revoluciones eran divertidas, y que entre tanta violencia y desbande había mucho amor y comprensión. La protesta duro doce días que tuvieron la mística de Woodstock, con la convivencia de mexicanos y gringos en los campamentos, con la presencia de los medios internacionales cubriendo las performances ideológicas y con muchas anécdotas que los manifestantes atesorarían como sus buenos viejos tiempos de estudiantes universitarios.
Al final supe que el gringo Mark murió de un balazo de salva que accidentalmente perforó su pulmón derecho. Al parecer no llegaron lo suficientemente rápido a una posta médica y el gringo murió de hemorragia. Imagino que jamás pensó morir en una protesta, que esas cosas eran reales pero no tanto, que el pueblo unido jamás será vencido y esas cosas. Pero tampoco creo que el gringo tuviera muchos reparos en morir. Debe haber sentido, en el ínterin entre que se le iba la vida pero aun tenia conciencia, que sería recordado como un héroe subterráneo dentro de la minoría universitaria marxista de las universidades. Si la vida se trataba de desplegar una performance convincente y lograr aplausos encendidos, el gringo lo había hecho de manera magistral y después de todo no estaba tan loco.
Mi vuelo a México está por despegar y el mismo asiento en el que conocí al gringo Mark está ocupado por una pareja de ancianos que al parecer se alistan para pasar sus vacaciones en Bahamas o Santo Domingo. No he visto más gringos Marks pero sería insincero de mi parte si dijera que no lo extraño en estos momentos.