martes, 28 de junio de 2011

Memoria selectiva


Es inicios de invierno en Lima y hace un poco más de frio que el último invierno que pase en la ciudad, hace ya muchos años. La ciudad ha cambiado mucho en los años que pase afuera y hoy tiene la elegancia insipiente de una ciudad global, tal vez la más wannabe de Latinoamérica. Recorro el olivar con las manos en los bolsillos del abrigo, observando los nuevos edificios de departamentos y a los vecinos que salen a correr o a pasear con sus familias. De pronto alguien se me acerca, es un hombre de más de ochenta años que me reconoce y saluda. Dice saber quién es mi padre y haberme visto desde muy pequeño. Le digo que se debe haber confundido, que hace muchos años que no vivo ni visito Lima y que aun cuando vivía aquí lo hacía en Pueblo Libre y no aquí, en San Isidro. El hombrecillo insiste empecinado pero no logra aportar prueba alguna sobre su vinculación pasada con mi familia así que decido tomarlo por orate y continuar con mi paseo.

Al día siguiente lo vuelvo a ver y me saluda con una mirada triste y un gesto melancólico. Pareciera recordar un instante sombrío y frio en mi pasado, pero otra vez no logro adivinar el final de su mirada. Me siento en una banca desde la cual lo puedo ver pero él se encuentra de espaldas y no me ve más. Coge un cigarrillo y lo fuma con pausa y pesadez. Por un instante deja la cegadora que tenía en brazos y se para a observar a las hojas que caen de los árboles, una más amarillenta y seca que la otra. Lo olvidaba, el invierno se ha hecho más bello en Lima de lo que lo recordaba.

El hombre entra en una pequeña casa de color verde – un verde claro, casi turquesa – y cierra la pequeña puerta de roble con mucha suavidad y hasta cariño. Pienso, los hombres también profesan amor por los objetos, como este hombre por la puerta.
Me llama Daniela, quiere verme y tomarse un café conmigo. Me acusa de ingrato por estar en Lima desde hace más de dos semanas sin siquiera haberla llamado. Está muy bonita y el embarazo la hace ver resplandeciente y feliz. Me recuerda que yo le dije que en mis planes no estaba el tener niños, y que lo más probable es que llegara a los cuarenta años fumando solo alrededor de bellas avenidas elegantemente decoradas. Asiento con la cabeza. Hoy tengo cuarenta y dos años y ningún hijo. Dos divorcios a cuestas y la certeza irreprimible de que el matrimonio es la institución más irracional desde que los hombres pueblan la tierra.

Luego hablamos de política. Ambos odiamos la política porque nos recuerda lo lejos que esta la teoría dela práctica, aun en el Perú de hoy, tan distinto y pretencioso al que había dejado. Me dice que los escándalos de corrupción han seguido repitiéndose a una periodicidad de dos por cada año, y un mega escandalo cada tres años. Es gracioso pero la estadística parece aportar respuestas que la esperanza trata a toda costa de evitar. Entre los miles de casos de corrupción cotidiana, solo una pequeña fracción tiene la probabilidad de ser descubierta, y esos son los de los escándalos.

Le digo a Daniela que muy en serio me siento feliz y orgulloso por ella. Ella baja la mirada. Creo que es probable que también recuerde algo oscuro y maléfico en mi pasado, algo que no me ha contado. Le hablo sobre el hombre que me saluda los días en que camino por el Olivar y me dice que debe haberse confundido de persona, a esa edad la demencia senil hace estragos y es probable que crea que soy su nieto, hijo o sobrino lejano. Pero apenas termina de decirme esto esquiva mi mirada y hace un comentario sobre el nuevo café que está en frente del de siempre, donde nos encontramos sentados.

Repito la mecánica de estos hechos con una habitualidad graciosa y mis días en Lima se alargan sin posibilidad de un final cercano. No me importa más conocer el mundo y sus exotismos, hay muchas cosas que aún no conozco de la ciudad. Con el tiempo recibo las llamadas de personas que recordaba muy difusamente y nos encontramos para comentar el devenir de nuestras vidas. Algunos se han hecho hombres de negocios, otros, literatos, profesores, intelectuales, incluso uno de ellos tuvo un paso frustrado por el futbol. Una de mis mejores amigas es ahora congresista y mi política de diplomacia me impone el deber de no hacer comentarios políticos cuando hablo con ella.

¡Que frio se ha puesto el invierno! Día tras día se me hace más difícil mantener la rutina de despertarme temprano para hacer mis caminatas. El hombre de la puerta de roble a la cual le tiene mucho cariño me sigue saludando con el mismo entusiasmo y me pregunto si no se aburre de hacer lo mismo desde hace tanto tiempo (para ello asumo que lo venía haciendo desde antes de que lo viera por primera vez).

Dos días antes de mi partida, cuando me había habituado a la melancolía de Lima, una dimensión que jamás había encontrado en esta ciudad, el hombre se me acerca y me pregunta porque regrese. La pregunta me toma por sorpresa porque ni yo lo sé, no sé porque he vuelto ni sé que pasó en mi vida mientras vivía aquí en Lima. Mi título profesional dice que era alumno de comunicaciones de la universidad católica y que me fui a hacer postítulos a Europa y Estados Unidos. Son momentos que no recuerdo, de los cuales no guardo ni siquiera instantes fotográficos. Las últimas imágenes que tengo de Lima son las del colegio, pero la realidad se ve distorsionada por los excesos juveniles y Lima aparece en aquellos recuerdos como una ciudad mucho más caótica de lo que hoy es. El hombre regresa al tema y me dice que soy hijo de un diplomático asesinado en su casa cuando su hijo mayor - yo – se encontraba regresando de clases en la universidad. Me dice que cegado por el dolor y la furia perseguí al asesino y lo amarre al respaldar de una silla donde lo golpee hasta que murió. Que inmediatamente después me desmayé y desperté en una celda. Que escapé y desde entonces no han sabido nada de mí. Que mi novia – Daniela – me ha buscado desde entonces pero que en algún punto la rutina la venció e inicio una vida estable y agradable en la ciudad. El hombre termina de contarme eso y se pone a llorar. Al parecer era jardinero de mi padre y él era un buen hombre, lo que llamaríamos una persona justa.

De manera abrupta reinicio mi camino. Ese hombre está loco, no está hablando de mí.

lunes, 27 de junio de 2011

Valium


Son las 9 de la mañana y debe ser un día muy frio. En el sol ya no se puede confiar para adivinar el inicio del día porque en Lima nunca sale en invierno. Salvo el invierno en el que la conocí. Pero esta es otra historia, no de amor sino de Valium.

Abro con mucho esfuerzo los ojos y veo un gnomo histérico que me mira sonriendo y con un chipote chillón en las pequeñas y regordetas manos. Pienso que los gnomos son grotescos pues sus facciones no son propias de sus pequeños tamaños, pero aun así siguen siendo el aditamento de jardín más vendido alrededor del mundo. Pienso en el gnomo de la película Amelie y en sus viajes ficticios alrededor del mundo. El mío no viaja, solo esta con cara de exceso de cafeína parado mirándome fijamente a los ojos toda la noche, mientras la maldita pastilla me va haciendo efecto y llevándome a un sueño pesado a la fuerza.

Me intento levantar pero mis piernas aun no responden así que decido estirarme un poco, y entonces, el proyecto de un par de estirones antes de pararme e irme a bañar se convierte en unos quince minutos de acrobáticos estiramientos y movimientos de contorsionista que no podré repetir en todo el día sin desgarrarme un musculo. Puta madre, cada vez soy más perezoso y me demoro más en levantarme. En el colegio mi viejo me despertaba con la precisión de un reloj suizo recién afinado a las 6.25 de la mañana, y yo debía suponer que los últimos cinco minutos eran de regalo por mi buen comportamiento. Reconozco que profesaba por el un visceral odio que duraba una hora y veinte minutos, pero que después lo perdonaba, y para ser sinceros, el redimía sus pecados comprándome algún pequeño juguete o llevándome a pasear en el auto.

Ya me levante y estoy parado en medio de mi habitación. Por un exabrupto del que ahora me arrepiento patee al indefenso – pero aun así hijoeputa – gnomo y cayó al piso quebrándosele el sombrero. Pienso que los símbolos de poder fálico de los gnomos han de ser sus sombreros, tan grandes, erectos y verdosos. No solo gana el pequeñín con el sombrero más vistoso sino el que tiene el más grande, quien sonríe con la seguridad de un macho alfa.

La ciudad se ve distorsionada allá afuera. Ya pasó la hora punta en la avenida así que mientras dormía debían sucederse sonidos de claxon de lo más bizarros y todas las tonalidades de voces de cobrador posible, porque si hay algo que vence las barreras del tiempo y la distancia son las sepulcrales y espeluznantes voces de los cobradores. Pero no vencen mi sueño artificial.

Recuerdo haber sentido mucho miedo mientras dormía pero ahora no recuerdo porque. Debe haber sido la pesadilla recurrente que tengo desde hace muchos años y de la cual solo recuerdo el abrupto final desde 11 centésimas de segundo antes que todo termine, eso me ha llevado a coleccionar libros de lo más selecto de la doctrina interpretativa de sueños. Desde “1000 sueños recurrentes” hasta “El significado oculto de sus sueños”. Con el inicio del insomnio me convertí también en consumista voraz de las novedades al respecto en las librerías de la ciudad. Por primera vez en mi vida podía decirse que era un consumista de algo, de libros sobre sueños.

Hoy la puerta de mi habitación está más lejos que de costumbre y me cuesta sobremanera llegar a ella esquivando los restos de la virilidad destrozada del gnomo que aun así sonríe en el piso. Olvido que mi pequeño escritorio estaba en el camino hacia la puerta y golpeo sus patas con mi pie descalzo y frío

- ¡aaaaau!, puta maaaadre

Lo próximo que digo no tiene valor literario ni lingüístico alguno y corresponde a una serie infinita de diatribas en contra de Jesús, María, Mahoma, Buda y el presidente del Perú, Chile, EEUU, Alemania y Tayiquistán, además de una empresa llamada “Easy house” que, al parecer, tiene una planta de fabricación de muebles desarmables en Taiwán. Malditos taiwaneses pienso, debería venir la enorme y mítica China revolucionaria y arrasarlos en una batalla para recuperar sus dominios (llena de dragones y ataques de anime). Luego del dolor me persigno, Dios es bueno y dije cosas malas, y en verdad me caen bien los taiwaneses, en especial cuando construyen edificios de gran altura en sus ciudades y cuando fabrican muebles prácticos y durables.

Mama me llama desde su congreso de finanzas en Madrid y me pregunta por María. Le digo que no sé nada de ella desde hace tres meses y que lo último que tengo es una carta en la que me explica muchas cosas que aun no entiendo y que por ahora no me interesa entender. En ese punto recuerdo el último día en el que vi al sol en invierno y me veo con mucho frio sentado frente al mar viendo los autos en una hilera desordenada a lo largo de la costa verde. Y veo a María al costado con los ojos cerrados y sonriendo, no recuerdo más.

Le digo a mama que no olvide confirmar la reserva de su vuelo de vuelta y que yo los visitare en Miami el próximo año cuando termine cosas del trabajo. Ella me pregunta si estoy enfermo y le digo que no, que mi estupidez transitoria es producto del bendito-maldito Valium, que ella sabe que me despierto desorientado y que me toma unos 8 o 10 minutos el tomar plena conciencia y comenzar en serio mis días. Me arrepiento de haber dicho eso. Comenzar mis días suena cliché y banal. Uno no comienza nada después de nacer, solo continua y lo hace así hasta que muere. ¿O acaso uno comienza a morir el día en que muere? No lo creo, uno simplemente termina de vivir. Así que no hay tal cosa como comenzar mi día.

Mama se ríe de lo último que le digo y me aconseja dejar de pensar en boludeces e irme a bañar. Cuelgo el teléfono y voy por un té a la cocina. Miro la ventana y un sol incipiente comienza a alumbrar la avenida y yo recuerdo otra vez el día de invierno con sol del pasado mítico. Entonces tocan el timbre de la puerta y yo sé quién es, porque ella solo regresa los días de invierno en los que sale el sol, y este es uno de ellos.

miércoles, 22 de junio de 2011

Chiapas 93


El gringo Mark era una persona extraña. Lo conocí en el aeropuerto de Denver en 1993 mientras yo esperaba mi conexión a Nueva York y de ahí de vuelta a Lima. Ambos nos habíamos quedado sin dinero así que debíamos esperar nuestros vuelos en las bancas del aeropuerto mientras la televisión pasaba imágenes de medio oriente y a un analista político de Stanford decía que era cuestión de tiempo para que la paz y la democracia llegaran a estas regiones del mundo. Mark miraba atento la televisión mientras yo tomaba apuntes en una pequeña libreta para algún día escribir una crónica sobre cómo se siente pasar la noche en un aeropuerto.
Algo en mi caligrafía enigmática debió de haber atraído su atención y se presentó:

- Hi, Mark Nozick

Usualmente las personas no hablan en los aeropuertos, así como en los buses, el metro, los ascensores o las escaleras eléctricas. Mark no comprendía la lógica del sistema capitalista del aislamiento: necesitamos esos momentos de ensimismamiento y solipsismo para digerir al mercado, necesitamos retraernos en nosotros mismos para poder continuar, el mundo esta tan lleno de comunicación que los silencios son un bien escaso y preciado. En pocas palabras, no tenía ni la más puta gana de responderle, pero aun así, lo hice:

- Perdón, no hablo ingles…
- Ahhh, no hay problema amigou, yo hablo un poco de espaniol, ¿Qué escribes?...

¿Nunca les ha ocurrido que se reprochan una decisión apresurada en la vida? A mí me paso con Mark. Jamás me imagine que supiera español, pensé que – por alguna extraña circunstancia – nunca había tenido algún tipo de contacto con algún mexicano o latinoamericano, que no le interesaba el español, que era racista, xenófobo, que ideaba planes secretos para torturar sudacas como yo. Pero no, a Mark le gustaba lo hispano, le atraía, y mi respuesta había resultado ser el percutor de una verborrea inacabable. Durante aproximadamente tres horas, lo cual implicaba una repetición del noticiero de la noche pasando las mismas noticias que ya había visto, Mark me hablo de la historia de México, de movimientos sociales en Argentina y de la oposición chilena brutalmente reprimida durante la dictadura de Pinochet.
Mientras él hablaba solo había una idea fija en mis pensamientos: la banalización del mal. Debía haberme acostumbrado a los horrores que Mark me relataba porque a mí me parecía que Latinoamérica no la pasaba tan mal y que los dictadores eran muy hijo de putas, pero tanto como los presidentes democráticos. En mi mediatizada cabeza – además anacrónica para 1993 – los malos de la película seguían siendo los comunistas y sus sistemas envidiosos de repartición del capital.

Mark era miembro de un pequeño corpúsculo de izquierda radical de la Universidad de Illinois, con tendencias anarquistas en el ala moderada y primitivistas en la más radical – los radicales de los radicales - y lo más subversivo que había hecho en su vida fue tirar pintura verde a la fachada de la casa de un senador republicano en 1991. A mis ojos era un gringo pelotudo. Nada más que eso.

Sin embargo, veía algo de mi viejo en su discurso inflamado (e ingenuo). Desde su perspectiva, el mundo seguía teniendo una finalidad. Por instantes sentía las irrefrenables ganas de decirle ¿Crees en dios, en el desenvolvimiento del espíritu, en Buda…te drogas? Pero si algo había aprendido como peruano exiliado de mi país es a ser un neutral político y muy diplomático. Dosificaba las sonrisas, asentía con la cabeza cada aseveración de Mark y de cuando en cuando le daba la razón de manera autentica porque los locos tienen algo de cordura en sus pensamientos desmesurados.
Mark esperaba un vuelo a Ciudad de México y desde ahí a Cuba. De pronto la escena se me pinto cliché: un tipo de izquierda que escapa del monstruoso e insaciable Tío Sam y llega al paraíso del corporativismo, la isla de Cuba. Pensé en lo gracioso de la circunstancia y en que lo mismo debió creer un escéptico como yo cuando conoció a mi viejo en Panamá tantos años atrás mientras esperaba su vuelo a La Habana.

Perdí la noción del tiempo sobre lo que sucedió después pero recuerdo haber despertado a las cuatro de la mañana y encontrar sobre mi mochila una nota de Mark despidiéndose e invitándome a formar parte de su grupillo libertario. Sonreí, era un gringo loco pero al final me había parecido de puta madre, tal vez con los años se tranquilizara y se convertiría en profesor universitario o, quien sabe, un exitoso empresario ultraconservador.

El 1 de Enero de 1994, meses después de conocer a Mark, exploto en México un levantamiento popular “zapatista” con proclamas contraculturales y anti capitalistas. Por primera vez la facción protestante utilizaba masivamente los medios de comunicación para evitar la represión violenta mediante la difusión de sus proclamas y de la protesta. Yo tomaba café en un despacho del gobierno mientras esperaba que me entregaran algunos papeles, cuando vi a Mark en las pantallas criticando al NAFTA – tratado de libre comercio entre EEUU, México y Canadá -. Tenía una gran barba y había bajado algo de peso. Instantáneamente sonreí, estaba igual que cuando lo conocí y totalmente comprometido con las cojudeces en las que creía. Se había convertido en uno de los dirigentes más importantes del corpúsculo gringo anarquista que había llegado hasta Chiapas para apoyar a las protestas y en la pantalla de televisión se veían dibujos distópicos, figuras del Che Guevara y gringos drogados con sombreros mexicanos. Entonces se me antojó pensar que las revoluciones eran divertidas, y que entre tanta violencia y desbande había mucho amor y comprensión. La protesta duro doce días que tuvieron la mística de Woodstock, con la convivencia de mexicanos y gringos en los campamentos, con la presencia de los medios internacionales cubriendo las performances ideológicas y con muchas anécdotas que los manifestantes atesorarían como sus buenos viejos tiempos de estudiantes universitarios.

Al final supe que el gringo Mark murió de un balazo de salva que accidentalmente perforó su pulmón derecho. Al parecer no llegaron lo suficientemente rápido a una posta médica y el gringo murió de hemorragia. Imagino que jamás pensó morir en una protesta, que esas cosas eran reales pero no tanto, que el pueblo unido jamás será vencido y esas cosas. Pero tampoco creo que el gringo tuviera muchos reparos en morir. Debe haber sentido, en el ínterin entre que se le iba la vida pero aun tenia conciencia, que sería recordado como un héroe subterráneo dentro de la minoría universitaria marxista de las universidades. Si la vida se trataba de desplegar una performance convincente y lograr aplausos encendidos, el gringo lo había hecho de manera magistral y después de todo no estaba tan loco.

Mi vuelo a México está por despegar y el mismo asiento en el que conocí al gringo Mark está ocupado por una pareja de ancianos que al parecer se alistan para pasar sus vacaciones en Bahamas o Santo Domingo. No he visto más gringos Marks pero sería insincero de mi parte si dijera que no lo extraño en estos momentos.