Es inicios de invierno en Lima y hace un poco más de frio que el último invierno que pase en la ciudad, hace ya muchos años. La ciudad ha cambiado mucho en los años que pase afuera y hoy tiene la elegancia insipiente de una ciudad global, tal vez la más wannabe de Latinoamérica. Recorro el olivar con las manos en los bolsillos del abrigo, observando los nuevos edificios de departamentos y a los vecinos que salen a correr o a pasear con sus familias. De pronto alguien se me acerca, es un hombre de más de ochenta años que me reconoce y saluda. Dice saber quién es mi padre y haberme visto desde muy pequeño. Le digo que se debe haber confundido, que hace muchos años que no vivo ni visito Lima y que aun cuando vivía aquí lo hacía en Pueblo Libre y no aquí, en San Isidro. El hombrecillo insiste empecinado pero no logra aportar prueba alguna sobre su vinculación pasada con mi familia así que decido tomarlo por orate y continuar con mi paseo.
Al día siguiente lo vuelvo a ver y me saluda con una mirada triste y un gesto melancólico. Pareciera recordar un instante sombrío y frio en mi pasado, pero otra vez no logro adivinar el final de su mirada. Me siento en una banca desde la cual lo puedo ver pero él se encuentra de espaldas y no me ve más. Coge un cigarrillo y lo fuma con pausa y pesadez. Por un instante deja la cegadora que tenía en brazos y se para a observar a las hojas que caen de los árboles, una más amarillenta y seca que la otra. Lo olvidaba, el invierno se ha hecho más bello en Lima de lo que lo recordaba.
El hombre entra en una pequeña casa de color verde – un verde claro, casi turquesa – y cierra la pequeña puerta de roble con mucha suavidad y hasta cariño. Pienso, los hombres también profesan amor por los objetos, como este hombre por la puerta.
Me llama Daniela, quiere verme y tomarse un café conmigo. Me acusa de ingrato por estar en Lima desde hace más de dos semanas sin siquiera haberla llamado. Está muy bonita y el embarazo la hace ver resplandeciente y feliz. Me recuerda que yo le dije que en mis planes no estaba el tener niños, y que lo más probable es que llegara a los cuarenta años fumando solo alrededor de bellas avenidas elegantemente decoradas. Asiento con la cabeza. Hoy tengo cuarenta y dos años y ningún hijo. Dos divorcios a cuestas y la certeza irreprimible de que el matrimonio es la institución más irracional desde que los hombres pueblan la tierra.
Luego hablamos de política. Ambos odiamos la política porque nos recuerda lo lejos que esta la teoría dela práctica, aun en el Perú de hoy, tan distinto y pretencioso al que había dejado. Me dice que los escándalos de corrupción han seguido repitiéndose a una periodicidad de dos por cada año, y un mega escandalo cada tres años. Es gracioso pero la estadística parece aportar respuestas que la esperanza trata a toda costa de evitar. Entre los miles de casos de corrupción cotidiana, solo una pequeña fracción tiene la probabilidad de ser descubierta, y esos son los de los escándalos.
Le digo a Daniela que muy en serio me siento feliz y orgulloso por ella. Ella baja la mirada. Creo que es probable que también recuerde algo oscuro y maléfico en mi pasado, algo que no me ha contado. Le hablo sobre el hombre que me saluda los días en que camino por el Olivar y me dice que debe haberse confundido de persona, a esa edad la demencia senil hace estragos y es probable que crea que soy su nieto, hijo o sobrino lejano. Pero apenas termina de decirme esto esquiva mi mirada y hace un comentario sobre el nuevo café que está en frente del de siempre, donde nos encontramos sentados.
Repito la mecánica de estos hechos con una habitualidad graciosa y mis días en Lima se alargan sin posibilidad de un final cercano. No me importa más conocer el mundo y sus exotismos, hay muchas cosas que aún no conozco de la ciudad. Con el tiempo recibo las llamadas de personas que recordaba muy difusamente y nos encontramos para comentar el devenir de nuestras vidas. Algunos se han hecho hombres de negocios, otros, literatos, profesores, intelectuales, incluso uno de ellos tuvo un paso frustrado por el futbol. Una de mis mejores amigas es ahora congresista y mi política de diplomacia me impone el deber de no hacer comentarios políticos cuando hablo con ella.
¡Que frio se ha puesto el invierno! Día tras día se me hace más difícil mantener la rutina de despertarme temprano para hacer mis caminatas. El hombre de la puerta de roble a la cual le tiene mucho cariño me sigue saludando con el mismo entusiasmo y me pregunto si no se aburre de hacer lo mismo desde hace tanto tiempo (para ello asumo que lo venía haciendo desde antes de que lo viera por primera vez).
Dos días antes de mi partida, cuando me había habituado a la melancolía de Lima, una dimensión que jamás había encontrado en esta ciudad, el hombre se me acerca y me pregunta porque regrese. La pregunta me toma por sorpresa porque ni yo lo sé, no sé porque he vuelto ni sé que pasó en mi vida mientras vivía aquí en Lima. Mi título profesional dice que era alumno de comunicaciones de la universidad católica y que me fui a hacer postítulos a Europa y Estados Unidos. Son momentos que no recuerdo, de los cuales no guardo ni siquiera instantes fotográficos. Las últimas imágenes que tengo de Lima son las del colegio, pero la realidad se ve distorsionada por los excesos juveniles y Lima aparece en aquellos recuerdos como una ciudad mucho más caótica de lo que hoy es. El hombre regresa al tema y me dice que soy hijo de un diplomático asesinado en su casa cuando su hijo mayor - yo – se encontraba regresando de clases en la universidad. Me dice que cegado por el dolor y la furia perseguí al asesino y lo amarre al respaldar de una silla donde lo golpee hasta que murió. Que inmediatamente después me desmayé y desperté en una celda. Que escapé y desde entonces no han sabido nada de mí. Que mi novia – Daniela – me ha buscado desde entonces pero que en algún punto la rutina la venció e inicio una vida estable y agradable en la ciudad. El hombre termina de contarme eso y se pone a llorar. Al parecer era jardinero de mi padre y él era un buen hombre, lo que llamaríamos una persona justa.
De manera abrupta reinicio mi camino. Ese hombre está loco, no está hablando de mí.
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