jueves, 18 de agosto de 2011

Old men


Daniel se refería a él como un “gran hijo de puta”, el que había engañado a su madre cuando él apenas entraba a la secundaria. Sin embargo no podía evitar temblar y sentir su piel helada. Su pecho saltaba con una intensidad inverosímil y pasaba la saliva desde su boca hacia la garganta con una dificultad insoportable. Su viejo lo esperaba en un autoservicio de la panamericana sur, el que estaba a la entrada de Asia a las once de la noche. Lo reconocería por la evidencia de la edad, la soriasis y un saco de gamuza color tierra. Se puso a pensar ¿Cuántos hombres vestirían sacos de gamuza? ¿Cuántos de ellos, además, serían tan o más hijos de puta que su viejo?

Era una manera de pasar el tiempo, pensar en esas coincidencias absurdas que abundan en la existencia, o, como pensaban algunos autores de los que había leído, tal vez no se trataba de coincidencias sino del entramado intrínseco del mundo, una red de raíces que se extiende de tal manera que muchas de sus manifestaciones pertenecen a lo que estúpidamente – ignorancia, maldita ignorancia – llamamos coincidencias.
Matilde sostuvo la mano de Daniel con fuerza y le provoco ternura la frialdad de su piel. Pensó en su vida antes de conocerlo, de las noches llorando en el baño mientras abría la ducha en una técnica aprendida de una de esas películas de Hollywood. Pensó en la extraña sensación que sentía en el pubis cada vez que quería orinar por las mañanas, de su deseo por perpetuar esa agradable tortura, tal vez lo amaba ¿lo amaba?, concepto tonto, grandilocuente, de fonética dolorosa y pretenciosa.

Daniel giro a la derecha hacia el final de la calle y se internó en la autopista al sur. A ambos lados de las vías se veían enormes carteles publicitarios de cigarros y cervezas. Matilde pensaba en un enorme pene que aplasta al género femenino y convierte a las mujeres en instrumentos del consumo y engranajes del mercado. La vedette más promocionada del momento tenía dibujado el logotipo de la empresa cervecera en las nalgas y una frase complementaba el aviso en la parte inferior. Desde donde estaba, en el sitio del copiloto, Matilde no logró distinguir la frase pero imaginó, en una suerte de ejercicio mental ciertamente divertido, cientos o miles de lugares comunes de la falocracia moderna. “Mamita”, “ricurita”, “bombón”, “flaquita”, “cuero”, “lomo”. Eso. Lomo. La cosificación final. Los placeres de la alimentación voluptuosa y la fugacidad del apetito en el intervalo que termina con la saciedad. El mercado en una frase. Lomo, lomaso, ven que te cómo y cuándo te termine fuiste, ya no eres, ya no existes.

En ese espacio de tiempo Daniel había estado buscando en el dial una radio que tocara alguna canción de Soda Stereo. Quería imaginar que ya que haría el sacrificio de ver al hijo de puta de su viejo, Ceratti reviviría esta noche y acompañaría su sacrificio por los padres e hijos enfrascados en relaciones disfuncionales. Fue en vano. La radio turnaba los alaridos de la faraona de la cumbia y las plegarias afiebradas de un predicador apocalíptico. Reza Daniel, reza que el mundo se acabará mañana.

- No llores huevon
- No es nada, es que me entró algo al ojo.
- Ja, no seas tonto. Mira la pista y piensa en otras cosas. Sera rápido, lo vemos, lo saludamos, le decimos que nos vamos a casar y nos vamos, y si quieres nunca más lo vemos.

Todos tenemos todos los datos de todas las historias del mundo. Es decir, tenemos la imaginación suficiente para recrear las historias hasta en sus detalles más nimios. El problema está en construir la historia adecuada con los datos de que disponemos.
Daniel había escuchado ese razonamiento en algún lugar alguna vez, pero no recordaba ni en donde ni cuándo. Había vivido la historia y aun así no podía recrearla en su mente. ¿Qué fue de su papa? ¿En qué momento lo comenzó a odiar?

Cuando conoció a Matilde ya odiaba a su viejo. En realidad odiaba cualquier cosa que se adecuara al rol familiar del padre. El suyo había abandonado el hogar cuando Daniel entraba a la secundaria y antes de irse grabó una frase de esas que se adhieren a la mente de los muchachos adolescentes como un crustáceo parasitario. Y aun así Daniel la había olvidado, al menos literalmente. Le había dicho que nunca seria nadie, que su vida sería un fracaso, como la de él. Y luego se había intentado levantar del sillón aplastado por su peso y había rodado por el piso tapizado hasta golpear la pata de la mesa y quedarse dormido luego de un par de interjecciones.
A la mañana siguiente despertó con una resaca pertinaz y densa, dijo que iría a la farmacia y no volvió más. Durante un tiempo, Daniel lo debe confesar, el sintió calma y paz. Se había ido, el magnánimo, magnifico y paquidérmico hijo de puta de su viejo se había marchado para no regresar. Había miles de hogares que funcionaban sin padres y lo hacían muy bien, la vida era dura y había que adecuarse a lo que se tenía.
Doña teresa, su madre, había llorado mucho. Matilde la entendía. Matilde tenía un instinto maternal – lo que quiera que eso signifique – ampliamente desarrollado. Podía encontrarle dulzura a un bebe bocón con olor a orines y con mocos que le colgaban de la nariz. Pensaba en todo antes de que si quiera uno pueda imaginar las disparatadas situaciones que terminaban ocurriendo. Una vez había llevado repelente para mosquitos a un viaje a la sierra y el auto se había estropeado en un infernal valle interandino de millones de insectos fructíferos. Así era ella, una condensación de lugares comunes sobre la mujer. Y amaba y detestaba serlo, porque se amoldaba a los patrones de género claramente establecidos. Era chica, era delicada, era frágil y de belleza etérea. Carajo, etérea ¿Qué coño es eso? ¿Y dónde está lo viril, lo “queer”? ¿Lo que hacía que la performance de género de Matilde fuera no femenina ni masculina? Tal vez, y le gustaba pensarlo así, era su especialidad en teoría sociológica de género o sus amistades “open mind”. Encontrar un modo de vida no estereotipado en esta ciudad era difícil pero ella se esforzaba y, al fin de cuentas, se sentía a gusto la mayoría de las veces.

Doña Tere se había acostumbrado a la ausencia del “hijo de puta” y había construido un hogar estable en base al rigor de los permisos nunca otorgados y la exigencia de excelencia académica. Logró criar, entre cuchicheos y chismes, a sus cuatro hijos consiguiendo que todos llegaran a la universidad, y ahora vivía plácidamente con una de sus hijas en Miami. De todos, al que menos entendía era a Daniel. Y aun así lo amaba. Tal vez porque le resultaba enigmático e incomprensible y porque sus silencios y mirada triste le enternecían.

Daniel pensaba en eso como en su encanto. Un encanto estúpido, se reprochaba a veces, pero fue lo que hizo que Matilde se fijara en él al fin de cuentas.
Tres años después del abandono y mientras fumaba hierba con su primera enamorada Daniel vio a la silueta fugaz de su padre en un suburbio de la ciudad, entre basurales y casuchas con olor a humedad. Estaba enjuto y con una barba canosa de mal aspecto. Él lo vio pero el viejo no vio a Daniel, y al verlo este palideció. La noviecita pensó que era por la hierba e intentó hacer que deje el porro y camine un poco. Desde entonces escondió el secreto celosamente pues temía que su madre buscara al viejo en ese peligroso suburbio. Además ¿Qué hacías ahí Daniel? ¿Con quienes te juntabas que vivían en esos lares de ciudad? Lo mejor era esconder el secreto como una historia que con el tiempo se tornaría mítica e increíble “¿Tu papa?, no hijo, él se fue con una puta chilena cuando apenas comenzabas la secundaria” había que creer eso, había que vivir en esa idea. Tu viejo, aun gordo, obeso, se había escapado con la puta barata esa, la que hablaba con dejito cantado y olía a perfume de imitación.

- ¿Quieres comer algo?
- No, ya nos falta poco, mejor seguimos en camino.
- Pero tenemos tiempo, estamos temprano y estas que te mueres de frio.
- En serio, no te preocupes ¿No tenías un chocolate en el bolso?
- Si, toma.

El papa de Matilde murió tres días después de su graduación así que, en cierto modo, era un padre afortunado. Había logrado ver a su pequeña Mati con la toga y la medalla de graduación, recibiendo un diploma a nombre de la nación. Raúl, su papa, había llorado de la emoción y tres días después el pacto con la existencia terminó. El cáncer lo había perdonado un par de años pero las expectativas habían mejorado justo antes de la muerte. Matilde pensó en esas tantas historias que hablan de la leve mejoría antes de la muerte, una suerte de gracia divina final.

Daniel le recordaba mil cosas de su papa. Era también tímido, callado, le gustaba leer. Cuando estaba de buen humor era bromista y siempre cariñoso. Aun en sus silencios. Aun en sus momentos hostiles ambos despedían un aroma melancólico que incitaba a besarles la frente. “Si algún día descifran los sentimientos seguro la melancolía tendrá el olor de mi papa” pensó Matilde. Las manos de Daniel seguían heladas pero por lo menos ahora comía un chocolate triangular con una lentitud exasperante.

Los carteles se sucedían con mayor espacio mientras avanzaban los kilómetros, y una neblina baja entrampaba las curvas de la pista. Era mitad del invierno y desde que salieron de Lima había estado garuando. Daniel sentía que el carro resbalaba en cada giro que realizaba y los ojos se le comenzaban a cansar por el esfuerzo. Asia, 10 kilómetros.

- Ya estamos llegando, ¿no estés nervioso si?
- No te preocupes.

La beso en la frente para calmarla. Porque sus nervios eran ahora también los de ella. Estaba enamorado. Recorrieron 8 de los 10 kilómetros en pocos minutos porque la carretera era recta pero al final se sucedían dos pequeñas curvas que fueron especialmente dificultosas por el terreno. A los costados, míticos fantasmas de tamaños inverosímiles extendían sus perfiles por decenas de kilómetros y poco a poco se divisaban más luces del balneario.

- Ya llegamos ¿Cuál es el grifo?
- Creo que es el de allá al fondo

Daniel sintió palpitaciones más fuertes y creyó que amaba a su padre. Lo vio con un polo blanco sosteniéndolo mientras Daniel creía que estaba nadando. Lo vio enseñándole a jugar ajedrez, lo vio cargándolo al lado de la cuna, en el primer día del nido, amenazando al bravucón que le quitaba los almuerzos. Pensó en la puta inexistente que le había quitado a su viejo y pensó en el hombre de los arrabales con la barba larga y el cuerpo magro. Pensó en Doña Tere y los vio a ambos por el retrovisor, sosteniéndolo de las manos y cargándolo hacia alguna diversión en uno de los tantos circos que llegan a Lima en fiestas patrias. Amaba infinitamente al hijo de puta que estaba por reencontrar y pensó que Matilde celebraba todo el amor renovado que profesaba por su viejo. Matilde hacia ademanes desesperados con las manos mientras una infernal sirena comenzó a inundar como sangre espesa los pensamientos de Daniel. Nunca volvería a ver al hijo de puta de su viejo porque esa bestia de la sirena ruidosa estaba a punto de destrozar el Toyota Corolla que conducía Daniel. Matilde se salvaría porque su ubicación era idónea, su las milésimas de segundo se pudieran extender por horas le explicaría con lujo de detalles todo el monologo que tendría que decirle al viejo, pero no había tiempo para tanto, ni si quiera para un último beso en la frente antes de la embestida.

martes, 9 de agosto de 2011

El libro de los suicidios


“Hay muchas hierbas que administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte”

Umberto Eco, En el nombre de la Rosa.


[“¿Ha tratado usted de reflexionar sobre su caso?”
Silencio.
“¿Por qué con veintidós años se desencadena en usted esta violencia? Tiene usted que hacer un esfuerzo de análisis. Es usted quien tiene las claves de usted mismo. Explíqueme”
Silencio.
“¿Por qué reincidiría usted?”
Silencio.
Un miembro del jurado, toma entonces la palabra y exclama: “Pero bueno, defiéndase usted”]

Michel Foucault, La evolución del concepto de “Individio peligroso” en la psiquiatría legal del Siglo XIX.



El libro de los suicidios, finura bibliográfica que encontré entre los pasillos de la vieja biblioteca nacional, recoge en cuatro volúmenes de exquisita conformación y acabados las muertes más extravagantes y angustiosas de la ciudad de Lima. Es curiosa la manera en la que llegue al libro, haciendo averiguaciones sobre un criminal que se valía de reportes antiguos de la policía y de viejas noticias policiales de los años veinte y treinta para recrear las escenas e ir armando un argumento que se suponía debíamos descifrar. Bueno, debo confesar que desde el inicio no tuve la menor intención de informarle a la policía sobre el refinado método del asesino, preferí guardar tamaño placer para el ajedrez mental que veníamos jugando.

Logre anticipar tres de sus actos entre el verano y el invierno de 1993. Los mismos reproducían las escenas de suicidio de un mago turco itinerante que en el año 1922 había llegado a un teatro del Rímac para presentar un inédito show de ilusionismo. Mientras intentaba ser sepultado vivo, tomó una pastilla con veneno de serpiente líquido y murió antes de salir a la superficie, por lo que durante mucho tiempo se pensó que el hombre había fallado en el intento. La segunda escena que pude anticipar fue la de un obrero del Cercado de Lima que murió en el año 1935 mientras escuchaba un programa cómico en la radio. Las primeras noticias daban cuenta de un fallo cardiaco debido a que el hombre no había parado de reír durante aproximadamente una hora. Luego se supo que mientras reía había logrado cortar las venas de su muñeca con un pequeño cuchillo que traía en el bolsillo, y la cercanía de la muerte le había producido carcajadas de locura. Sus compañeros lo recordaban como un hombre valiente y con una tendencia peculiar a tratar temas escatológicos en las horas libres en que jugaban a las cartas. La tercera escena no calificaba exactamente como un suicidio, sino como un accidente, pero igualmente el libro le dedicaba una página que no detallaba el año ni el nombre de la víctima. Solo se citaban testigos que decían conocerlo y saber que era cajamarquino, de aproximadamente 32 años, casado y con dos hijos. Se dedicaba al incipiente negocio de la pirotecnia y tenía un taller en La Victoria. Con las cercanías del aniversario de Lima se le había encargado la elaboración de un castillo de fuegos artificiales, y aprovechó la ocasión para poner a prueba su nueva invención, un cohete humano. Durante las celebraciones todos los asistentes vieron sorprendidos a un hombre sentado en un trono de maderillas que resistían endeblemente su liviano peso. Uno de sus ayudantes encendió la pólvora y después de una ruidosa explosión y de que el humo se hubiera esparcido, solo quedaban sanguinolentos pedazos de carne regados por la acera y las paredes. El público huyo horrorizado y el libro de los suicidios capto con un boceto las escenas de sorpresa ante el espectáculo.

Mi asesino, así es, había logrado hacerlo mío (con un adjetivo posesivo) en base al conocimiento íntimo de su método, había logrado transformar estas anécdotas históricas en remakes de la Lima suicida de aquellos años. En los periódicos – Dios los disculpe por su exiguo conocimiento histórico – se seguía hablando de accidentes o suicidios, y las muertes, más que en la sección de policiales, se podrían incluir en las columnas de amenidades.

Nada más lejano de la realidad. Mi asesino había transformado escenas casuales desde la perspectiva de la voluntad que se dirige hacia la muerte. Ya no eran los propios protagonistas y muertos quienes ideaban sus inusuales desapariciones, sino un historiador y tradicionalista limeño quien recreaba a la ciudad aristócrata de la época.

El caso me tenía fascinado. Aprendí de memoria las siguientes quince escenas de suicidios descritas en el libro y esperé pacientemente a que una de aquellas descripciones coincidiera con las noticias del día en el periódico. En el camino noté con desilusión que las descripciones de hoy distaban del lujo y pompa del léxico antiguo, que le daba majestuosidad a un montón de carne reventada en una plaza. Hoy se hablaba con una jerga ininteligible, y la belleza de las muertes, último acto de respeto de los vivos hacia los muertos, se transformaba en el culo gigantesco de una morena que incitaba al acto sexual al lado de una escueta frase “Tío se mata de risa”, o “Loquito revienta con fuegos artificiales”.

Lima se ha banalizado, pensé. Y por un instante la empatía crucial de quien entiende al asesino y por ello se coloca en la condición de adivinar su próximo ataque porque es también el de uno mismo se apoderó de mí. Había que recobrar a la ciudad de novela negra que teníamos entonces, una urbe cosmopolita e irónica, capaz de dotar de lirismo y poesía a las curiosidades cotidianas de una autentica ola de suicidios. Hoy en cambio, los periódicos hablaban de estadísticas, de un incremento desmesurado del número de suicidios y accidentes estúpidos en la ciudad, a la vez que advertía a los padres de establecer mayor comunicación con sus hijos, si no los querían encontrar en una última escena ridícula a la mañana siguiente de su última cena.

El libro hablaba de un jockey que moría al golpear a propósito su cabeza contra la vértebra de su caballo antes de llegar a la meta. Posteriormente el caballo ganaba la carrera y el tipo caía rendido e inerte del equino frente al estupor colectivo. Debía dirigirme al hipódromo lo antes posible. Era probable que el asesino le diera veneno al desdichado jockey, y que eligiera justamente al caballo más elegante y veloz de los disponibles. Muere el jockey y gana el caballo ¿Acaso tan bella anécdota no merecía una caratula en primera plana escrita por un maestro de la literatura? Tal vez y lo único que venía buscando el psicópata era una escueta y bella reseña de una de sus obras, no redactada por un incompetente periodista de escaso vocabulario.

Entre los asistentes encontré a varios amigos que me informaron que el caballo “Furioso” era el favorito para ganar la carrera más importante de la tarde, así que compre un boleto y aposte más de cien soles por el preferido del público. El único que le podría hacer algo de sombra era un joven potranco traído desde Yemen, país del que hasta entonces solo imaginaba como un rico exportador de petróleo. La tarde era gris y fría. Corría mucho viento en dirección este-oeste, lo que debía facilitar la velocidad para los caballos. Pensé en el diseño aerodinámico de las bestias en oposición a la torpeza humana. Pensé en el placer y la evocación de libertad que genera ver a una familia de equinos recorrer una playa sin monturas en sus lomos. Luego pensé en la cara del asesino y sonreí porque tenía una ausencia absoluta de los rasgos toscos y brutos de los sicarios o de quienes mataban por emociones violentas. Estaba frente a una persona de porte estiloso, de nariz respingada y esbelta figura, y alto, muy alto, blanquísimo. De pronto desmayé

El Informante, 25 de Agosto de 1993:

Un hombre de mediana edad murió ayer en el Hipódromo de Monterrico mientras presenciaba la carrera principal de la tarde. Aunque inicialmente se había reportado que la muerte se debió a un fallo cardiaco, el investigador Renato Esparza confirmó esta madrugada que la muerte tuvo su origen en la ingesta de arsénico en pequeñas cantidades pero con gran reiteración, puesto que la víctima había tenido vómitos y dolor abdominal antes de morir.
Trascendió que las razones del suicidio podrían encontrarse en una fuerte depresión pues el hombre vivía solo y no tenía hijos.
"Comenzó a vomitar y a ponerse pálido y cuando lo ayudamos mencionó una cosa extraña sobre un libro y una trampa que le habían tendido pero claramente estaba desvariando", informó en entrevista un testigo.
Por otra parte las autoridades manifestaron su preocupación y compromiso para cesar con la ola de suicidios que asolan la ciudad y que vienen cobrando decenas de víctimas en lo que va del invierno.
El Alcalde precisó que según informes de la oficina de salubridad pública se han reportado casos de cuatro menores, cinco hombres adultos y dos ancianos en las últimas semanas.

domingo, 7 de agosto de 2011

Países imaginarios


Rafael y Silvana habían oído hablar a tía Zarzamora sobre aquel místico lugar, rodeado de enormes y frondosas montañas, en donde los pueblos a lo largo del valle dormían con la constancia eterna del discurrir de un riachuelo y sus pequeñas cascadas, el país mágico lo llamaban, por usar una de esas palabras desgastadas por las tiras cómicas, los tebeos de los puestos de periódicos y las series de televisión para niños.

Tía Zarzamora hablaba de aquel lugar describiendo con una exquisitez fantástica cada uno de los lugares y de los juegos que las personas podían hacer en aquel país lejano y fuera del tiempo. Les decía a los niños, que papa también había ido a aquel lugar algunas veces, solo que era muy pequeño y que tal vez no lo recordaba; y luego papa se pasaba todo el camino de vuelta a casa recordándoles a los niños que las historias de tía Zarzamora eran falsas. Pero las sospechas crecían en las pequeñas mentes, que colocaban nuevos aditamentos y adornos a aquel país hasta entonces solo construido por palabras bellas y perfectamente conjugadas.

¿Realmente tía Zarzamora recordaría con tantos detalles al país mágico? Según sus aproximaciones, no debía haber vuelto a aquel lugar en más de treinta años, pero esporádicos y cansados trotamundos le habían dicho que todo seguía igual, y que mientras más se alejaba el tiempo sin tiempo que regía a aquel país, más bello se hacía pues su pertenencia a la línea temporal del mundo era cada vez más incierta.
Rafael disfrutaba enormemente las visitas de los jueves en la tarde a la casa de tía Zarzamora, mientras que Silvana iba creciendo y perdiendo interés en las criaturas fantásticas del lugar. A su edad, más importante que caballos alados, puercos que hablan y niños presidentes, son los otros niños de la escuela, que comienzan a desempeñar sus roles de género en base a un conocimiento social ancestral. Los niños, en algún punto de su vida, aprenden a comportarse como hombrecitos con lo que ello conlleva.

Entonces Silvana olvidaba rápidamente las historias de tía Zarzamora y esperaba con ansias a las 7 de la tarde para que papa los venga a recoger y vuelvan a casa.
Una noche, Rafa buscó entre los papeles de papa alguna foto del país mágico pero solo encontró memorandos, cartas y documentos de lenguajes refinados y excesivamente formales. Pero al final del cajón del escritorio principal había un sobre muy viejo que Rafa abrió con extremo y curioso cuidado, como si de la delicadeza con aquel artilugio dependiera su trascendencia para la nueva vida que prometía tía Zarzamora en el país mágico.

Dentro de aquel sobre había una bella foto en medio de un valle con montañas que se perdían entre sí y con las nubes, haciendo una orgia de miles de colores en tonalidades inverosímiles. Una escena natural ciertamente barroca. En el centro de la fotografía se agolpaban un grupo de niños dirigidos por un hombre moreno de bigote, el abuelo. Papa estaba ahí, tía Zarzamora sonreía mostrando sus dientes picados por el exceso de dulces. Ese era el país mágico y Rafa lo supo al instante. No se lo diría a Silvana porque no le importaría. Rafa supo que la pregunta crucial en todo lo referente al país no era donde, sino cuando, y que el país no era una geografía sino una conexión neuronal perdida en el cerebro nostálgico de tía Zarzamora.