Daniel se refería a él como un “gran hijo de puta”, el que había engañado a su madre cuando él apenas entraba a la secundaria. Sin embargo no podía evitar temblar y sentir su piel helada. Su pecho saltaba con una intensidad inverosímil y pasaba la saliva desde su boca hacia la garganta con una dificultad insoportable. Su viejo lo esperaba en un autoservicio de la panamericana sur, el que estaba a la entrada de Asia a las once de la noche. Lo reconocería por la evidencia de la edad, la soriasis y un saco de gamuza color tierra. Se puso a pensar ¿Cuántos hombres vestirían sacos de gamuza? ¿Cuántos de ellos, además, serían tan o más hijos de puta que su viejo?
Era una manera de pasar el tiempo, pensar en esas coincidencias absurdas que abundan en la existencia, o, como pensaban algunos autores de los que había leído, tal vez no se trataba de coincidencias sino del entramado intrínseco del mundo, una red de raíces que se extiende de tal manera que muchas de sus manifestaciones pertenecen a lo que estúpidamente – ignorancia, maldita ignorancia – llamamos coincidencias.
Matilde sostuvo la mano de Daniel con fuerza y le provoco ternura la frialdad de su piel. Pensó en su vida antes de conocerlo, de las noches llorando en el baño mientras abría la ducha en una técnica aprendida de una de esas películas de Hollywood. Pensó en la extraña sensación que sentía en el pubis cada vez que quería orinar por las mañanas, de su deseo por perpetuar esa agradable tortura, tal vez lo amaba ¿lo amaba?, concepto tonto, grandilocuente, de fonética dolorosa y pretenciosa.
Daniel giro a la derecha hacia el final de la calle y se internó en la autopista al sur. A ambos lados de las vías se veían enormes carteles publicitarios de cigarros y cervezas. Matilde pensaba en un enorme pene que aplasta al género femenino y convierte a las mujeres en instrumentos del consumo y engranajes del mercado. La vedette más promocionada del momento tenía dibujado el logotipo de la empresa cervecera en las nalgas y una frase complementaba el aviso en la parte inferior. Desde donde estaba, en el sitio del copiloto, Matilde no logró distinguir la frase pero imaginó, en una suerte de ejercicio mental ciertamente divertido, cientos o miles de lugares comunes de la falocracia moderna. “Mamita”, “ricurita”, “bombón”, “flaquita”, “cuero”, “lomo”. Eso. Lomo. La cosificación final. Los placeres de la alimentación voluptuosa y la fugacidad del apetito en el intervalo que termina con la saciedad. El mercado en una frase. Lomo, lomaso, ven que te cómo y cuándo te termine fuiste, ya no eres, ya no existes.
En ese espacio de tiempo Daniel había estado buscando en el dial una radio que tocara alguna canción de Soda Stereo. Quería imaginar que ya que haría el sacrificio de ver al hijo de puta de su viejo, Ceratti reviviría esta noche y acompañaría su sacrificio por los padres e hijos enfrascados en relaciones disfuncionales. Fue en vano. La radio turnaba los alaridos de la faraona de la cumbia y las plegarias afiebradas de un predicador apocalíptico. Reza Daniel, reza que el mundo se acabará mañana.
- No llores huevon
- No es nada, es que me entró algo al ojo.
- Ja, no seas tonto. Mira la pista y piensa en otras cosas. Sera rápido, lo vemos, lo saludamos, le decimos que nos vamos a casar y nos vamos, y si quieres nunca más lo vemos.
Todos tenemos todos los datos de todas las historias del mundo. Es decir, tenemos la imaginación suficiente para recrear las historias hasta en sus detalles más nimios. El problema está en construir la historia adecuada con los datos de que disponemos.
Daniel había escuchado ese razonamiento en algún lugar alguna vez, pero no recordaba ni en donde ni cuándo. Había vivido la historia y aun así no podía recrearla en su mente. ¿Qué fue de su papa? ¿En qué momento lo comenzó a odiar?
Cuando conoció a Matilde ya odiaba a su viejo. En realidad odiaba cualquier cosa que se adecuara al rol familiar del padre. El suyo había abandonado el hogar cuando Daniel entraba a la secundaria y antes de irse grabó una frase de esas que se adhieren a la mente de los muchachos adolescentes como un crustáceo parasitario. Y aun así Daniel la había olvidado, al menos literalmente. Le había dicho que nunca seria nadie, que su vida sería un fracaso, como la de él. Y luego se había intentado levantar del sillón aplastado por su peso y había rodado por el piso tapizado hasta golpear la pata de la mesa y quedarse dormido luego de un par de interjecciones.
A la mañana siguiente despertó con una resaca pertinaz y densa, dijo que iría a la farmacia y no volvió más. Durante un tiempo, Daniel lo debe confesar, el sintió calma y paz. Se había ido, el magnánimo, magnifico y paquidérmico hijo de puta de su viejo se había marchado para no regresar. Había miles de hogares que funcionaban sin padres y lo hacían muy bien, la vida era dura y había que adecuarse a lo que se tenía.
Doña teresa, su madre, había llorado mucho. Matilde la entendía. Matilde tenía un instinto maternal – lo que quiera que eso signifique – ampliamente desarrollado. Podía encontrarle dulzura a un bebe bocón con olor a orines y con mocos que le colgaban de la nariz. Pensaba en todo antes de que si quiera uno pueda imaginar las disparatadas situaciones que terminaban ocurriendo. Una vez había llevado repelente para mosquitos a un viaje a la sierra y el auto se había estropeado en un infernal valle interandino de millones de insectos fructíferos. Así era ella, una condensación de lugares comunes sobre la mujer. Y amaba y detestaba serlo, porque se amoldaba a los patrones de género claramente establecidos. Era chica, era delicada, era frágil y de belleza etérea. Carajo, etérea ¿Qué coño es eso? ¿Y dónde está lo viril, lo “queer”? ¿Lo que hacía que la performance de género de Matilde fuera no femenina ni masculina? Tal vez, y le gustaba pensarlo así, era su especialidad en teoría sociológica de género o sus amistades “open mind”. Encontrar un modo de vida no estereotipado en esta ciudad era difícil pero ella se esforzaba y, al fin de cuentas, se sentía a gusto la mayoría de las veces.
Doña Tere se había acostumbrado a la ausencia del “hijo de puta” y había construido un hogar estable en base al rigor de los permisos nunca otorgados y la exigencia de excelencia académica. Logró criar, entre cuchicheos y chismes, a sus cuatro hijos consiguiendo que todos llegaran a la universidad, y ahora vivía plácidamente con una de sus hijas en Miami. De todos, al que menos entendía era a Daniel. Y aun así lo amaba. Tal vez porque le resultaba enigmático e incomprensible y porque sus silencios y mirada triste le enternecían.
Daniel pensaba en eso como en su encanto. Un encanto estúpido, se reprochaba a veces, pero fue lo que hizo que Matilde se fijara en él al fin de cuentas.
Tres años después del abandono y mientras fumaba hierba con su primera enamorada Daniel vio a la silueta fugaz de su padre en un suburbio de la ciudad, entre basurales y casuchas con olor a humedad. Estaba enjuto y con una barba canosa de mal aspecto. Él lo vio pero el viejo no vio a Daniel, y al verlo este palideció. La noviecita pensó que era por la hierba e intentó hacer que deje el porro y camine un poco. Desde entonces escondió el secreto celosamente pues temía que su madre buscara al viejo en ese peligroso suburbio. Además ¿Qué hacías ahí Daniel? ¿Con quienes te juntabas que vivían en esos lares de ciudad? Lo mejor era esconder el secreto como una historia que con el tiempo se tornaría mítica e increíble “¿Tu papa?, no hijo, él se fue con una puta chilena cuando apenas comenzabas la secundaria” había que creer eso, había que vivir en esa idea. Tu viejo, aun gordo, obeso, se había escapado con la puta barata esa, la que hablaba con dejito cantado y olía a perfume de imitación.
- ¿Quieres comer algo?
- No, ya nos falta poco, mejor seguimos en camino.
- Pero tenemos tiempo, estamos temprano y estas que te mueres de frio.
- En serio, no te preocupes ¿No tenías un chocolate en el bolso?
- Si, toma.
El papa de Matilde murió tres días después de su graduación así que, en cierto modo, era un padre afortunado. Había logrado ver a su pequeña Mati con la toga y la medalla de graduación, recibiendo un diploma a nombre de la nación. Raúl, su papa, había llorado de la emoción y tres días después el pacto con la existencia terminó. El cáncer lo había perdonado un par de años pero las expectativas habían mejorado justo antes de la muerte. Matilde pensó en esas tantas historias que hablan de la leve mejoría antes de la muerte, una suerte de gracia divina final.
Daniel le recordaba mil cosas de su papa. Era también tímido, callado, le gustaba leer. Cuando estaba de buen humor era bromista y siempre cariñoso. Aun en sus silencios. Aun en sus momentos hostiles ambos despedían un aroma melancólico que incitaba a besarles la frente. “Si algún día descifran los sentimientos seguro la melancolía tendrá el olor de mi papa” pensó Matilde. Las manos de Daniel seguían heladas pero por lo menos ahora comía un chocolate triangular con una lentitud exasperante.
Los carteles se sucedían con mayor espacio mientras avanzaban los kilómetros, y una neblina baja entrampaba las curvas de la pista. Era mitad del invierno y desde que salieron de Lima había estado garuando. Daniel sentía que el carro resbalaba en cada giro que realizaba y los ojos se le comenzaban a cansar por el esfuerzo. Asia, 10 kilómetros.
- Ya estamos llegando, ¿no estés nervioso si?
- No te preocupes.
La beso en la frente para calmarla. Porque sus nervios eran ahora también los de ella. Estaba enamorado. Recorrieron 8 de los 10 kilómetros en pocos minutos porque la carretera era recta pero al final se sucedían dos pequeñas curvas que fueron especialmente dificultosas por el terreno. A los costados, míticos fantasmas de tamaños inverosímiles extendían sus perfiles por decenas de kilómetros y poco a poco se divisaban más luces del balneario.
- Ya llegamos ¿Cuál es el grifo?
- Creo que es el de allá al fondo
Daniel sintió palpitaciones más fuertes y creyó que amaba a su padre. Lo vio con un polo blanco sosteniéndolo mientras Daniel creía que estaba nadando. Lo vio enseñándole a jugar ajedrez, lo vio cargándolo al lado de la cuna, en el primer día del nido, amenazando al bravucón que le quitaba los almuerzos. Pensó en la puta inexistente que le había quitado a su viejo y pensó en el hombre de los arrabales con la barba larga y el cuerpo magro. Pensó en Doña Tere y los vio a ambos por el retrovisor, sosteniéndolo de las manos y cargándolo hacia alguna diversión en uno de los tantos circos que llegan a Lima en fiestas patrias. Amaba infinitamente al hijo de puta que estaba por reencontrar y pensó que Matilde celebraba todo el amor renovado que profesaba por su viejo. Matilde hacia ademanes desesperados con las manos mientras una infernal sirena comenzó a inundar como sangre espesa los pensamientos de Daniel. Nunca volvería a ver al hijo de puta de su viejo porque esa bestia de la sirena ruidosa estaba a punto de destrozar el Toyota Corolla que conducía Daniel. Matilde se salvaría porque su ubicación era idónea, su las milésimas de segundo se pudieran extender por horas le explicaría con lujo de detalles todo el monologo que tendría que decirle al viejo, pero no había tiempo para tanto, ni si quiera para un último beso en la frente antes de la embestida.