martes, 9 de agosto de 2011

El libro de los suicidios


“Hay muchas hierbas que administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte”

Umberto Eco, En el nombre de la Rosa.


[“¿Ha tratado usted de reflexionar sobre su caso?”
Silencio.
“¿Por qué con veintidós años se desencadena en usted esta violencia? Tiene usted que hacer un esfuerzo de análisis. Es usted quien tiene las claves de usted mismo. Explíqueme”
Silencio.
“¿Por qué reincidiría usted?”
Silencio.
Un miembro del jurado, toma entonces la palabra y exclama: “Pero bueno, defiéndase usted”]

Michel Foucault, La evolución del concepto de “Individio peligroso” en la psiquiatría legal del Siglo XIX.



El libro de los suicidios, finura bibliográfica que encontré entre los pasillos de la vieja biblioteca nacional, recoge en cuatro volúmenes de exquisita conformación y acabados las muertes más extravagantes y angustiosas de la ciudad de Lima. Es curiosa la manera en la que llegue al libro, haciendo averiguaciones sobre un criminal que se valía de reportes antiguos de la policía y de viejas noticias policiales de los años veinte y treinta para recrear las escenas e ir armando un argumento que se suponía debíamos descifrar. Bueno, debo confesar que desde el inicio no tuve la menor intención de informarle a la policía sobre el refinado método del asesino, preferí guardar tamaño placer para el ajedrez mental que veníamos jugando.

Logre anticipar tres de sus actos entre el verano y el invierno de 1993. Los mismos reproducían las escenas de suicidio de un mago turco itinerante que en el año 1922 había llegado a un teatro del Rímac para presentar un inédito show de ilusionismo. Mientras intentaba ser sepultado vivo, tomó una pastilla con veneno de serpiente líquido y murió antes de salir a la superficie, por lo que durante mucho tiempo se pensó que el hombre había fallado en el intento. La segunda escena que pude anticipar fue la de un obrero del Cercado de Lima que murió en el año 1935 mientras escuchaba un programa cómico en la radio. Las primeras noticias daban cuenta de un fallo cardiaco debido a que el hombre no había parado de reír durante aproximadamente una hora. Luego se supo que mientras reía había logrado cortar las venas de su muñeca con un pequeño cuchillo que traía en el bolsillo, y la cercanía de la muerte le había producido carcajadas de locura. Sus compañeros lo recordaban como un hombre valiente y con una tendencia peculiar a tratar temas escatológicos en las horas libres en que jugaban a las cartas. La tercera escena no calificaba exactamente como un suicidio, sino como un accidente, pero igualmente el libro le dedicaba una página que no detallaba el año ni el nombre de la víctima. Solo se citaban testigos que decían conocerlo y saber que era cajamarquino, de aproximadamente 32 años, casado y con dos hijos. Se dedicaba al incipiente negocio de la pirotecnia y tenía un taller en La Victoria. Con las cercanías del aniversario de Lima se le había encargado la elaboración de un castillo de fuegos artificiales, y aprovechó la ocasión para poner a prueba su nueva invención, un cohete humano. Durante las celebraciones todos los asistentes vieron sorprendidos a un hombre sentado en un trono de maderillas que resistían endeblemente su liviano peso. Uno de sus ayudantes encendió la pólvora y después de una ruidosa explosión y de que el humo se hubiera esparcido, solo quedaban sanguinolentos pedazos de carne regados por la acera y las paredes. El público huyo horrorizado y el libro de los suicidios capto con un boceto las escenas de sorpresa ante el espectáculo.

Mi asesino, así es, había logrado hacerlo mío (con un adjetivo posesivo) en base al conocimiento íntimo de su método, había logrado transformar estas anécdotas históricas en remakes de la Lima suicida de aquellos años. En los periódicos – Dios los disculpe por su exiguo conocimiento histórico – se seguía hablando de accidentes o suicidios, y las muertes, más que en la sección de policiales, se podrían incluir en las columnas de amenidades.

Nada más lejano de la realidad. Mi asesino había transformado escenas casuales desde la perspectiva de la voluntad que se dirige hacia la muerte. Ya no eran los propios protagonistas y muertos quienes ideaban sus inusuales desapariciones, sino un historiador y tradicionalista limeño quien recreaba a la ciudad aristócrata de la época.

El caso me tenía fascinado. Aprendí de memoria las siguientes quince escenas de suicidios descritas en el libro y esperé pacientemente a que una de aquellas descripciones coincidiera con las noticias del día en el periódico. En el camino noté con desilusión que las descripciones de hoy distaban del lujo y pompa del léxico antiguo, que le daba majestuosidad a un montón de carne reventada en una plaza. Hoy se hablaba con una jerga ininteligible, y la belleza de las muertes, último acto de respeto de los vivos hacia los muertos, se transformaba en el culo gigantesco de una morena que incitaba al acto sexual al lado de una escueta frase “Tío se mata de risa”, o “Loquito revienta con fuegos artificiales”.

Lima se ha banalizado, pensé. Y por un instante la empatía crucial de quien entiende al asesino y por ello se coloca en la condición de adivinar su próximo ataque porque es también el de uno mismo se apoderó de mí. Había que recobrar a la ciudad de novela negra que teníamos entonces, una urbe cosmopolita e irónica, capaz de dotar de lirismo y poesía a las curiosidades cotidianas de una autentica ola de suicidios. Hoy en cambio, los periódicos hablaban de estadísticas, de un incremento desmesurado del número de suicidios y accidentes estúpidos en la ciudad, a la vez que advertía a los padres de establecer mayor comunicación con sus hijos, si no los querían encontrar en una última escena ridícula a la mañana siguiente de su última cena.

El libro hablaba de un jockey que moría al golpear a propósito su cabeza contra la vértebra de su caballo antes de llegar a la meta. Posteriormente el caballo ganaba la carrera y el tipo caía rendido e inerte del equino frente al estupor colectivo. Debía dirigirme al hipódromo lo antes posible. Era probable que el asesino le diera veneno al desdichado jockey, y que eligiera justamente al caballo más elegante y veloz de los disponibles. Muere el jockey y gana el caballo ¿Acaso tan bella anécdota no merecía una caratula en primera plana escrita por un maestro de la literatura? Tal vez y lo único que venía buscando el psicópata era una escueta y bella reseña de una de sus obras, no redactada por un incompetente periodista de escaso vocabulario.

Entre los asistentes encontré a varios amigos que me informaron que el caballo “Furioso” era el favorito para ganar la carrera más importante de la tarde, así que compre un boleto y aposte más de cien soles por el preferido del público. El único que le podría hacer algo de sombra era un joven potranco traído desde Yemen, país del que hasta entonces solo imaginaba como un rico exportador de petróleo. La tarde era gris y fría. Corría mucho viento en dirección este-oeste, lo que debía facilitar la velocidad para los caballos. Pensé en el diseño aerodinámico de las bestias en oposición a la torpeza humana. Pensé en el placer y la evocación de libertad que genera ver a una familia de equinos recorrer una playa sin monturas en sus lomos. Luego pensé en la cara del asesino y sonreí porque tenía una ausencia absoluta de los rasgos toscos y brutos de los sicarios o de quienes mataban por emociones violentas. Estaba frente a una persona de porte estiloso, de nariz respingada y esbelta figura, y alto, muy alto, blanquísimo. De pronto desmayé

El Informante, 25 de Agosto de 1993:

Un hombre de mediana edad murió ayer en el Hipódromo de Monterrico mientras presenciaba la carrera principal de la tarde. Aunque inicialmente se había reportado que la muerte se debió a un fallo cardiaco, el investigador Renato Esparza confirmó esta madrugada que la muerte tuvo su origen en la ingesta de arsénico en pequeñas cantidades pero con gran reiteración, puesto que la víctima había tenido vómitos y dolor abdominal antes de morir.
Trascendió que las razones del suicidio podrían encontrarse en una fuerte depresión pues el hombre vivía solo y no tenía hijos.
"Comenzó a vomitar y a ponerse pálido y cuando lo ayudamos mencionó una cosa extraña sobre un libro y una trampa que le habían tendido pero claramente estaba desvariando", informó en entrevista un testigo.
Por otra parte las autoridades manifestaron su preocupación y compromiso para cesar con la ola de suicidios que asolan la ciudad y que vienen cobrando decenas de víctimas en lo que va del invierno.
El Alcalde precisó que según informes de la oficina de salubridad pública se han reportado casos de cuatro menores, cinco hombres adultos y dos ancianos en las últimas semanas.

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