Rafael y Silvana habían oído hablar a tía Zarzamora sobre aquel místico lugar, rodeado de enormes y frondosas montañas, en donde los pueblos a lo largo del valle dormían con la constancia eterna del discurrir de un riachuelo y sus pequeñas cascadas, el país mágico lo llamaban, por usar una de esas palabras desgastadas por las tiras cómicas, los tebeos de los puestos de periódicos y las series de televisión para niños.
Tía Zarzamora hablaba de aquel lugar describiendo con una exquisitez fantástica cada uno de los lugares y de los juegos que las personas podían hacer en aquel país lejano y fuera del tiempo. Les decía a los niños, que papa también había ido a aquel lugar algunas veces, solo que era muy pequeño y que tal vez no lo recordaba; y luego papa se pasaba todo el camino de vuelta a casa recordándoles a los niños que las historias de tía Zarzamora eran falsas. Pero las sospechas crecían en las pequeñas mentes, que colocaban nuevos aditamentos y adornos a aquel país hasta entonces solo construido por palabras bellas y perfectamente conjugadas.
¿Realmente tía Zarzamora recordaría con tantos detalles al país mágico? Según sus aproximaciones, no debía haber vuelto a aquel lugar en más de treinta años, pero esporádicos y cansados trotamundos le habían dicho que todo seguía igual, y que mientras más se alejaba el tiempo sin tiempo que regía a aquel país, más bello se hacía pues su pertenencia a la línea temporal del mundo era cada vez más incierta.
Rafael disfrutaba enormemente las visitas de los jueves en la tarde a la casa de tía Zarzamora, mientras que Silvana iba creciendo y perdiendo interés en las criaturas fantásticas del lugar. A su edad, más importante que caballos alados, puercos que hablan y niños presidentes, son los otros niños de la escuela, que comienzan a desempeñar sus roles de género en base a un conocimiento social ancestral. Los niños, en algún punto de su vida, aprenden a comportarse como hombrecitos con lo que ello conlleva.
Entonces Silvana olvidaba rápidamente las historias de tía Zarzamora y esperaba con ansias a las 7 de la tarde para que papa los venga a recoger y vuelvan a casa.
Una noche, Rafa buscó entre los papeles de papa alguna foto del país mágico pero solo encontró memorandos, cartas y documentos de lenguajes refinados y excesivamente formales. Pero al final del cajón del escritorio principal había un sobre muy viejo que Rafa abrió con extremo y curioso cuidado, como si de la delicadeza con aquel artilugio dependiera su trascendencia para la nueva vida que prometía tía Zarzamora en el país mágico.
Dentro de aquel sobre había una bella foto en medio de un valle con montañas que se perdían entre sí y con las nubes, haciendo una orgia de miles de colores en tonalidades inverosímiles. Una escena natural ciertamente barroca. En el centro de la fotografía se agolpaban un grupo de niños dirigidos por un hombre moreno de bigote, el abuelo. Papa estaba ahí, tía Zarzamora sonreía mostrando sus dientes picados por el exceso de dulces. Ese era el país mágico y Rafa lo supo al instante. No se lo diría a Silvana porque no le importaría. Rafa supo que la pregunta crucial en todo lo referente al país no era donde, sino cuando, y que el país no era una geografía sino una conexión neuronal perdida en el cerebro nostálgico de tía Zarzamora.
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