jueves, 1 de septiembre de 2011

Aerolito


Agrupo las estrellas en parejas para identificarlas más fácilmente. Es un hábito extraño para el común de especialistas, quienes tienden a buscar figuras imaginarias construidas del infantil ejercicio de unir puntos en el espacio. Buscan constelaciones.

Mientras intento buscar una razón para dicha manía – y pienso en las historias sobre los amantes de Platón – veo con pánico y luego resignación que solo quedan dos cigarrillos en la cajetilla que compre hace tan solo un par de horas. Pronto se terminarán y deberé seguir mi camino. Ciertamente extrañaré la inusual comodidad de esta piedra con complejo de sillón en la que me encuentro sentado.

Veo claramente las luces del puerto y ensayo nacionalidades para los marineros al interior de los enormes barcos que iluminan el mar. ¿Sera cierta la fama de Donjuanes de los marineros? Por el bien de los mitos urbanos espero que así sea.

Veo también – privilegiada vista – las casas que se agrupan embutidas debajo de la colina. En una de ellas crecí yo, ahora la reconozco claramente a pesar de que no hay ningún detalle que la diferencie de las demás. Es tan grande, de belleza tan discreta y de colores tan sobrios como las demás, son como animalillos idénticos y temerosos.

Las luces de lo que solía ser la habitación de mis padres están prendidas y dentro creo reconocer el perfil de un niño que salta en su cama. ¿Hace cuánto yo vivía ahí?, debía ser hace unos 15 años, cuando era un niño de escuela primaria.

Casi siento la presencia de mi hermana con la cara pintada mientras ensaya la voz de un corsario británico para jugar a los piratas. Sonrío. Que pretenciosos que éramos para ser tan pequeños. Mientras otros mocosos jugaban a las guerritas entre Perú y Ecuador, nosotros jugábamos a los piratas contra los corsarios o al obrero Petrov contra los sucios hombres del Zar ruso, ambos juegos aprendidos de los viejos libros de mi abuelo el comunista.

Hace cuánto y hace cuan poco que fue eso.

De pronto veo una luz que cae del cielo a una velocidad imposible para cualquier artilugio humano y un sonido seco que nadie en la ciudad ha percibido. Ha sido un instante peculiar que no quedará registrado en ninguna cámara o si quiera memoria colectiva así que lo más heroico que se me podría pedir es investigar los hechos a fondo.

Pero mientras caminaba hacia el lugar del impacto – donde creía que había caído ese extraño objeto – recordé la razón por la que había comenzado esta caminata. Uno nunca sabe cómo la mente lo va a hacer divagar entre cientos de temas en una caminata de noche oscura así que es necesario anclarse en un pensamiento que, llegada la hora, le recordará al caminante quien es y que hace en medio de callejuelas solitarias. Sin aquellos anclajes con la vida cierta es muy probable que entre en una casa desconocida, con gesto de desconcierto al ver que aquellos muebles no son míos, que la mesa de madera antigua y ruidosa no es la mía, que esa niña pequeña que colorea un libro de dibujos japoneses no es mi hija. Sin el motivo para iniciar la caminata cifrado en un recuerdo exótico creería que la casa debajo de la colina en la que un niño salta en su cama sigue siendo mi casa, y que mis padres están muy preocupados por lo tarde que es y porque aún no he regresado. Caminaría distraído contando las monedas de mi bolsillo para lograr con sufrimiento comprar una entrada para el viejo cine que pasa tres películas por el precio de uno. Sin saber que ya he crecido y que estoy recordando algo de aquellas épocas me sentaría en la acera frente a la casa de Matilde a esperar que ella salga con su madre a la misa de las seis de la tarde. Si ahora hiciera esto la pena y el vacío – hoyo más propiamente, como una abertura infinita dentro de los órganos que nos dan vida – me abrazarían con el contar de las horas. Matilde no saldría a las seis, siete, ocho…

Pero ya sé que ella no va a salir y es en este punto, paciente lector, en el que comentare la historia en la que anclo el inicio de mi caminata. Como todas en estos tiempos tiene que ver con Matilde y las seis de la tarde, con estar otra vez en la pequeña ciudad del puerto y ver las casas embutidas e iguales entre sí.

La historia no es una historia propiamente pues no consiste en una introducción a los hechos, un desarrollo o nudo argumental y un desenlace de aquellos que dejan a un espectador o lector sin aliento, es simplemente una historia lineal y común. Vernos a los dos sentados en la vereda frente a su casa exactamente a las cinco y cuarenta de la tarde. La madre de Matilde volverá del trabajo en cinco minutos y dejará su bolso rápidamente. Llamará por toda la casa a su introvertida hija y la encontrara entre libros de cuentos escritos en francés mandados por el padre marino desde las lejanías africanas.

Matilde fingirá que la tarde se le paso volando y que los cuentos le han enseñado tantas cosas que es difícil recordarlas en un instante. Pero eso ocurrirá a las cinco y cincuenta cuando la madre entre en la habitación de Matilde porque ahora, en el tiempo de la historia que les vengo contando – ella está sentada conmigo.
Mi casa se encuentra a unas cuatro cuadras y en esa dirección podemos sentir el olor del pan recién horneado. Matilde esta callada mirando una piedrita entre sus zapatos de charol. Yo espero algún comentario decisivo para marcharme y mi ansiedad en la espera se hace cada vez más evidente. Mastico la piel que rodea mis uñas y muevo las piernas de manera nerviosa y arrítmica.

En ese momento ella voltea la mirada y la historia termina dejando una enorme sensación de anacoluto que espero compartir contigo lector. Por eso tomo una casaca negra del armario del hotel y salgo apresurado a caminar por las calles. Los negocios se han pospuesto por unos días porque los contratos que debía firmar se han entrampado en nuevas negociaciones.

Es ahí cuando compro la cajetilla de cigarros que abría de depredar con velocidad de adicción. Paso fuera de la casa de Matilde y veo una bella cerca nueva de color blanco. Un petiso corre hacia mí y ladra con potencia inusitada para la ridiculez de su físico pero basta para que me rinda y acelere el paso.

Las historias se entremezclan y ahora que me alejo hacia la acera del frente de la casa de Matilde la veo saliendo con su madre y son las seis en punto.
Es una pequeña de belleza elegante. No es precisamente deslumbrante pero es imposible escapar a la profundidad de sus ojitos. Podríamos decir que es una niña risueña y yo un pequeño triste. Se marcha de donde estoy cantando una de esas melodías patrióticas que nos hacían cantar en tiempos en los jardines y primarias.

Luego estoy sentado en una piedra tan cómoda como un sillón y veo un bólido en el cielo que revienta contra la tierra en una explosión que toda la ciudad ignora. Ahora me dirijo al lugar de la caída haciendo esfuerzos agotadores por recordar la melodía que cantaba Matilde mientras se alejaba de la piedrecilla que había estado entre sus zapatos.

Veo una luz azul tenue a medida que me acerco al lugar del impacto y una música extraña proviene desde el fondo del cráter formado alrededor de un pedrusco negro.
Ese es el color del cabello de Matilde la tarde de la historia y esa es la melodía que ella canta con tanto vigor

“…con la sangre y el alma pinto los colores de mi pabellón…”

Ese soy yo sentado con la pierna nerviosa y una lagrima que cae presurosa de mis ojos. Esa es la piedrita negra que Matilde veía mientras estábamos sentados, la que estaba entre sus zapatitos de charol. Esa piedrita es esta y ahí estamos.

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