He escuchado a María llorando algunas veces. Nunca lo hace con drama y frustración. Son más bien de esos llantos que regulan las emociones del cuerpo, suaves y prolongados, silenciosos como mímicas desesperadas sin interlocutor alguno. La muerte de su esposo fue dolorosa, pero supongo que María la maneja con una sabiduría que desconozco.
Ella creció en una costa escarpada de mar bravo y olor a pescado. De esos pueblos de la costa peruana, sumergidos en las nubes y el desierto del pacífico. Ahorcados entre las montañas y las profundidades. Fantasmas. Solos. María salía temprano y tomaba clases de secretariado en la sede de un instituto, eran 13 alumnos, todos nacidos y crecidos en el pueblo. Ella no llora ahora por ninguno de ellos, aunque uno que otro ya haya muerto.
Por aquellos años yo no sabía de ella, yo estaba lejos de esa costa escarpada. Estaba tocando el piano en una iglesia gigante frente a una laguna solitaria. Nadie me escuchaba y era mejor que fuese así. Mis melodías eran malas y muy tristes. No lo eran porque hubiese vivido una experiencia dolorosa sino porque el mismo paso del tiempo es un suceso que genera melancolía. De vez en cuando caminaba al pueblo y veía a mis amigos de la escuela envejeciendo y con nuevas responsabilidades. Tal vez María sintiera lo mismo de sus compañeros de instituto. Por mi parte el piano me permitía liberar algunas angustias en cada nota. De pronto conjeturé que sus notas atrapaban tiempo en un sentido bastante distinto del que se podría pensar. Una melodía no es nada sin la memoria. Si no tuviésemos la capacidad de retener el instante anterior de la ejecución, cada nuevo acorde nos parecería una llegada arbitraria al mundo. La melodía completa era la ecuación de un espacio de tiempo con sentido, el sentido de la ejecución.
María se casó con Rafael un 13 de abril mientras el viento soplaba contra el atrio de la catedral y hacía volar algunos arreglos florales. Los invitados no excedían los trecientos pero eran más de la mitad del pueblo. Pronto ella se despediría de su pequeño hogar y vendría a Lima. Como yo desde mi templo del piano.
Durante unos meses nos cruzamos por la calle sin hablarnos. Ella siempre llevaba prisa y yo siempre caminaba con una parsimonia exasperante.
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