lunes, 25 de julio de 2011

Estadística de invierno


Un día en que paseábamos por la ciudad de invierno todo quedo mucho más claro para mí. Me refiero a la ciudad de invierno porque cada ciudad son varias en realidad, una en el alboroto urbano del verano y otra en la melancolía agradable del invierno, y entre ambas ciudades, circundan versiones pálidas de sí mismas entre otoño y primavera, algo así como metamorfosis todavía no concluidas, gusanos que no llegan a ser mariposas o alguna otra analogía por el estilo.

Recuerdo que Matilde tenía las manos frías, y recuerdo tan banal detalle a la perfección porque su cuerpo suele despedir un agradable calor que emula el cariño de una sopa de mama cuando llego de largos viajes, entre cansado y feliz. No hablábamos. Por primera vez en mucho tiempo no sentíamos la necesidad de llenar el aire con palabras sino que escuchábamos tranquilos el devenir de la ciudad. Vendedores, instructores de gimnasio alentando a los exhaustos deportistas, tenderos vendiendo cualquier clase de producto, los autos y sus motores rugientes y los cláxones alterando la tranquilidad de una pareja de ancianos que paseaban cogidos de la mano. Nosotros no emitíamos ningún sonido que rompiera esa armonía, éramos parte de la escena solo por nuestra innegable presencia física, y por los esporádicos soniditos de nuestras zapatillas contra el cemento de las veredas.

De pronto pasamos frente a un bar extraño, de esos que también parecen discotecas, burdeles y restaurantes a la vez. Matilde me miro divertida pero rápidamente sus ojos se entristecieron. Era como si al comienzo hubiera querido decir un comentario divertido pero un remordimiento insoportable hubiera terminado por oprimirla.

- Y al final todo es una casualidad ¿no?, nosotros podríamos ser ellos. Es cuestión de suerte…

Decía esto viendo a los adolescentes pueblerinos que entraban a aquel extraño lugar de luces fosforescentes y música en los altoparlantes. Era cierto. Nosotros éramos dos estudiantes de la mejor universidad del país pero pudimos ser ellos. O pudimos haber nacido en el país más poblado del mundo.

De pronto los dos penetramos en un silencio aplastante. Sabíamos que solo pensábamos en el comentario de Matilde y que esa sola idea se apoderaba de nuestras divagaciones durante largos minutos.

Estadísticamente era unas cinco veces más probable haber nacido chinos que peruanos. Yo pude ser mujer y Matilde un hombre. Pudimos haber cambiado de sexo. Pudimos nacer en lugares totalmente alejados el uno del otro. Pudimos nunca conocernos, o conocernos y odiarnos, pero vamos, tal vez nos odiaríamos en el futuro…Pudimos no ser el espermatozoide vencedor y entonces todo hubiera sido totalmente distinto. Pudieron conocerse tal como nos conocimos dos cigotos fecundados totalmente distintos, tal vez hasta en años distintos. Pudimos no estar escapando de la gran ciudad en una pequeña ciudad de altura con un bello lago a sus alrededores sino escapar de una enorme metrópolis futurista asiática en la bella e inhóspita Lhasa, frente al palacio de Potala.

Pude ser ella y ella ser yo, quien sabe y ya no importa. Pero estos pensamientos habían vencido nuestras ganas de seguir hablando. Solo imaginábamos nuevas y múltiples vidas a un ritmo de un centenar por minuto. A veces Matilde sonreía, a veces sus ojos añoraban un futuro inexistente – como si se pudiera añorar el futuro -, a veces yo me pensaba lejos de ella pero pronto sentía un dolor en el pecho y cogía con más fuerza su mano que se enfriaba aún más. Y lo más extraño de todo era que aún no sabíamos cuál de todas esas posibilidades era nuestro futuro, solo nos sabíamos los dos muertos de frio paseando por una estrecha calle mientras nos acercábamos a una vendedora de cigarrillos en un día ciertamente irreal.

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