Renato detesta contar historias, es una manía compulsiva que lo paraliza, que no le permite hablar de su pasado, ni de lo que siente, ni de nada. Bueno, también se traslada a su trayectoria académica. Puedo decir que es brillante, o que al menos lo era, antes de perder la cordura.
Se mudó hace 2 años a Lima y desde entonces solo lo seguí a través de una peculiar serie de sucesos. Yo trabajaba ya hace mucho en la ciudad, tenía un buen empleo y la verdad es que no me interesaba volver a Puno.
Creo que nos vimos un par de veces. Renato había alquilado un departamento en el Callao, frente al puerto. Más que un departamento lo suyo era un piso entero mohoso y húmedo, donde la madera crujía a cada paso. La verdad es que hacia un frio de mierda y el olor a mar era pertinaz, se abrazaba de nuestro olfato y no lo soltaba hasta ya estar muy lejos.
Renato había llegado a trabajar como profesor de matemáticas en una academia pre universitaria y en sus tiempos libres se dedicaba a caminar por el malecón y tomar fotografías. Las suyas eran más bien extrañas. No había belleza en sus encuadres, pero si profundidad, como si lo que estuviera retratado en sus composiciones fueran historias intrincadas y dolorosas.
Un tiempo después dejé de verlo. Le perdí el rastro porque cambio de número de teléfono. Era una de esas amistades descontextualizadas. Yo ahora tenía un buen trabajo, era un joven abogado que progresaba en el aburguesado estándar de la buena vida limeña. Él en cambio era un paria, el huevon del cole que vivía frente al mar en un piso tétrico.
La cosa es que por azares de la vida tuve que hacer unos trámites en la comisaria del Callao. Un abogado viejo del estudio había abaleado a un pandillero en el Callao. El viejo de mierda estaba borracho y había creído que el pobre pastrulo le quería robar. De pronto saco la pistola que llevaba en el cinto y disparó con una precisión poco usual para un decrepito con Parkinson como él. Como sea le reventó el cráneo. Los pedazos de hueso, sesos, sangre y carne estaban reventados contra la pared detrás de la escena. Mi trabajo era borrar los rastros, hablar con la policía, invisibilizar el hecho. Ningún abogado importante de un estudio importante había matado a nadie. Ningún amigo cercano del ministro de justicia y del presidente iba al Callao a conseguir drogas y se le había pasado la mano. No, eso no era cierto.
Entre los papeles de la comisaria encontré varias querellas y denuncias contra Renato. En una de ellas denunciaba que estaban robando su casa. Que dejaba cosas en un lugar determinado y que cuando volvía en la mañana no las encontraba o que simplemente estaban en otro lugar. Sonreí. Era lo que faltaba. El cabron de Renato había terminado de enloquecer y ahora deambulaba por las calles golpeando gente y haciendo denuncias. Caminé casi por inercia a su casa y sin recordarlo muy bien llegue a estar sentado en un maloliente sillón, con un vaso de cerveza en la mano y un pan recién horneado con mantequilla.
- Huevon no estoy loco. Me están robando, pero luego me devuelven las cosas.
- Siempre has tenido una mala memoria, estas olvidando donde las dejas las, eso es todo.
- Por las noches escucho ruidos y siento que me miran. Como si se escabulleran en mis sabanas y me miraran toda la noche, casi siento su respiración.
- ¿De quién?
- De él o la hija de puta que me roba cosas. Debe estar enfermo…
- Es hora de irme, busca un trabajo. Estas hecho mierda, flaco, barbón, loco.
Salí de su piso y me fui de ahí fumando, el Callao era uno de los pocos lugares con anarquía apacible que quedaban en Lima. Uno podía hacer lo que le venía en gana, desde matar fumones hasta desaparecer del mundo, y de tanta anarquía uno se quedaba paralizado. Cuando se sabe que uno tiene tanta libertad desaparece la pulsión de transgredir, y entonces la madera del puerto se enmohece y escuchas las conversaciones de las casas de La Punta toda la tarde, y puedes fumar uno, dos, tres, dos cajetillas de cigarrillos sin adquirir noción alguna del tiempo.
Renato compró cámaras para su piso y me llamó para que lo ayudara a colocarlas. Matilde me advirtió de que me alejara de ese amigo extraño que tenía, en el fondo sus temores se fundían con el desprecio, cuando uno progresa no puede quedar rastro de la vida sucia, de los bares al frente de la universidad ni de los amigos extraños. Aun así ayudé a Renato. Tenía unas ojeras enormes y me hablaba de sus sueños estas últimas semanas. Sentía que le susurraban cosas al oído en las noches, que lo masturbaban y lamian mientras él no se podía mover. Por un segundo imagine un espectro cachondo que quería follárselo pero que había olvidado su ausencia de sexo, ya era etéreo. Las almas no tiran, no pueden hacerlo…
Comimos en una cevichería sucia cerca del muelle, nos quedamos hasta las seis de la tarde tomando cerveza y hablando de los amigos de Puno. Muchos de ellos seguían allá, habían anclado sus vidas y seguro les iba bien. Ni yo ni Renato los veíamos hace mucho tiempo. Recordamos los millones de mataperradas de la adolescencia y nos cagamos de risa. Renato no estaba loco, solo que su vida era una mierda. Como pudo ser la mía en un tiempo y como la de miles, millones de limeños.
Volví a casa ligeramente ebrio, Matilde se había ido a una reunión con amigas. Me senté en el respaldar de la cama y me quede dormido. Soñé miles de cosas, soñé que un tsunami en el lago ahogaba a todas las personas que conocí en esos años, vi como mi casa se destruía e imagine ser el único superviviente. Casi sentí el mismo olor mohoso en la ciudad derruida, y de vez en cuando reconocí algún cadáver con los ojos abiertos y los huesos destruidos por la fuerza de la embestida. Soñé con los que escapamos, en nuestras batallas por ser nosotros mismos.
Al final estaba yo frente a un espejo y simplemente no reconocía esos gestos, detestaba al imbécil que se miraba con una sonrisa altiva pero a la vez sentía cada músculo de ese rostro, sentía la presión exacta que conforma esa sonrisa falsa. Y desperté.
Por la tarde volví al piso de Renato pero no había nadie, deambule por las calles y aproveche para preguntar cómo iba el asunto del socio del Estudio. Unas dos cuadras antes de llegar vi a Renato. Estaba pálido. Lo acompañe al piso y encendió su viejo televisor, conectó un aparatejo arcaico a la pantalla y vi las grabaciones sucias, borrosas de las cámaras que instalamos hacía unos días.
De pronto la vi. Era una mujercilla delgada y pálida. Salía de una falsa puertita en el piso de la sala de Renato. Estaba descalza. Tenía unos gestos extraños, solo miraba el piso durante varios minutos. Luego se acercaba a la mesa de la sala y cogía las llaves, las miraba durante un rato y las guardaba. Luego abría la refrigeradora y tragaba con voracidad unas galletas que Renato había dejado hacía más de una semana. Sentí vértigo, mis piernas comenzaron a temblar. Ella se dirigía a la habitación.
Si se ensayaba precisión para escuchar, podías percibir el crujido de la madera y los sonidos de los perros de la calle en una pelea por el liderazgo o por comida. La mujercita se sobresaltaba por la bulla allá afuera y se acercaba a la ventana, luego seguía su camino. Ahí teníamos un punto ciego, no sabemos que más paso esa noche salvo dos horas después cuando la mujercilla regresaba a su hueco en el piso y amanecía una hora después.
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