Thomas Nagel propone la construcción de bases morales para la filosofía política basadas en el acto realista de desterrar la utopía para no pedir demasiado del altruismo humano. Desterrar la utopía. Solo pienso en una reacción a semejante sentencia, una sola de entre las muchas que significarían airados gritos desgarrados de furia infinita hacia Nagel. Pienso en Tomasso Campanella y en su “Ciudad del sol”, en la exigencia ética de altruismo y la construcción de la utopía. No me importa el contenido de la misma, me interesa la subversión simbólica en su contenido, el acto mismo de la escisión del sujeto observante en el crítico de la realidad y el que proyecta la potencia al universo paralelo. No creo que Campanella creyera en el potencial de devenir, de hacerse-ahí de su utopía, pienso en la molesta exigencia moral que la misma “en sí” misma significaba.
La primera vez que tuve entre mis manos el pequeño libro de Campanella lo comencé a hojear y me decepcionó la decreciente voluntad de leerlo a medida que saltaba palabras. Me achacaba a mí mismo la inconstancia de no haber entrado si quiera en la estructura lógica de la subversión que tenía entre manos, me achacaba el hecho de que muchos hubieran pasado antes que yo por ese pequeño librillo y lo hubiesen devorado desde el preciso instante en que se lo entregaba un bibliotecario desinteresado. Pensé en jóvenes que tropezaban con transeúntes por las calles mientras sus ojos fulguraban con la luz de la utopía que en sus páginas se construía. Pensé en los más audaces – ¡oh, los más audaces!, también y con seguridad los más obstinados – quienes ya estarían realizando vínculos con los diálogos platónicos y proyectaban sus próximas intervenciones en las clases de filosofía para cuestionar el sesgo de poder en la lectura del docente de la Republica, el Fedro o algún otro dialogo. ¿Por qué me habla usted del mito de la Caverna como símil epistemológico? Recupere usted la violencia de la obra política platónica, recuerde la utopía.
Pero entonces me obligué a mí mismo a terminar con aquel libro que tenía entre manos, y en efecto, la utopía penetro las conexiones neuronales e impregnó mi reflexión intelectual durante semanas y meses. ¿Era acaso la transgresión utópica la respuesta a la mediocridad de las exigencias morales de la nueva política liquida (Bauman)? ¿Era acaso la utopia la piedra filosofal de la teoría del todo que con belleza literaria había ironizado Pola Oloixarac en “Las teorías salvajes” (por demás manifiesto hipster de globalización universitaria)?
Pensé en los límites y peligros de la utopía. Y de pronto imagine las miles de vidas que no eran vividas en la mediocridad cotidiana. Si Nietzsche había matado a Dios, con el sadismo de la lógica pulsiva, no era para adormilarse en las estructuras de las estructuras de las estructuras sino para subvertir todo lo demás. Humanizar al hombre, desmesurar su lugar en el tiempo y el espacio y llevarlo a sus malditos límites. La utopía entonces ya no aparecía como el problema de Nagel sino como la posibilidad del dejar-todo-ahí.
Imagine a tía Zarzamora escapando de la casa del Cusco un domingo por la noche para enrolarse con los terrucos. La utopía, la maldita y puta utopía. A mi abuelo llorando a solas porque sabía que él hubiera hecho lo mismo pero que por tratarse de su hija había que maldecir al maldito comunismo-marxismo-leninismo. La utopía acrítica de los veinteañeros. La furia de los párrafos que se hacen versos para quien tiene por primera vez la potencia de la teoría política. Y entonces llega el punto en el que de nuestras vidas se desprende que la teoría ya no sirve más como utopía, que debe hacerse algo con ella si no queremos vivir de la frustración de la potencia regulatoria de la masturbación mental.
Entonces décadas después estaba yo a la salida de la biblioteca con el libro de Campanella a la mano. Pensando la utopía en términos de mercado, como la potencia de la comodidad de la vida de la que ya no se cuestionan los presupuestos. La utopía había dejado de lado su metáfora disruptiva para hacerse la pequeña personilla que se dirigía hacia mí, las manos me comenzaban a temblar. Era ella, utopía, transgresión política y pulsión primaria, mucho más cercana a la musa del Canzoniere de Petrarca. Entonces cerré el libro y lo guardé en la mochila.
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