sábado, 4 de febrero de 2012

Historia al revés


Las historias no advierten sobre el desarrollo de sus sucesos. Si así fuera, más que leídas serian estudiadas, y el tedio de tal actividad alejaría a muchos de su lectura. Pero aun si así fuera, si las historias advirtieran de su final – incontrovertible, preestablecido – a cada instante; si en cada pie de página, más que un desarrollo exhaustivo de un detalle nimio hubiera un resumen pequeñísimo de los últimos tres sucesos antes del final, aun en ese caso podrían existir historias en las que lo que nos interese sea un punto medio entre la primera oración – nunca certeza del inicio cronológico de la historia –y la última línea, final avisado del desenvolvimiento narrativo.

En esas cosas pensaba mi abuelo mientras montaba sus maletas en un camión destartalado que lo llevaría por la pampa argentina hasta la frontera con Brasil, y de ahí quien sabe a dónde. En sus recuerdos se mezclaban la cara de su madre, una vieja estricta y de modales finos, la despreocupación de su padre y las lágrimas de María, aquella mujer de la que nunca supe hasta leer sus cartas. Tiritaba de frio mientras el armatoste avanzaba en medio de una tarde sombría y enorme, tanto como el espacio que mediaba entre él y el lugar del sol antes de marcharse.

Lo imagino mirando hacia atrás desde la tolva del camión, contando las cabezas de ganado, sacando el pequeño libro desgonzado que llevaba en sus bolsillos, recitando algún verso en portugués y dormitando en tanto su cuerpo se acostumbrara al frio.
En el fondo nos unía una incapacidad congénita de sentirse parte de algún lugar en específico, él en esa pampa y yo en esta carretera.

En mis recuerdos aparecía ella y en ese punto vuelvo al inicio cuando explicaba que hay historias de las que uno sabe el final pero aun así insiste en el morbo de comprobar su hipótesis mediante la vivencia de los hechos. Ya en el trabajo estaban hartos de mi ausencia y me habían dado un ultimátum. Estaba tan convencido de que no volvería que respondí adelantándome con una renuncia, y entonces el tono de las comunicaciones cambio de uno desafiante a uno suplicante. No creo que me extrañaran, creo que necesitaban de vuelta alguna clase de inversión en conocimiento, pero ni yo sabía en qué momento todo había cambiado tanto. De pronto el bus se detuvo y los pasajeros bajaron a buscar algo de comida y estirar las piernas. Yo la recordé a ella y supe cómo iba a terminar todo.

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