- El miedo es uno de los sentimientos más primarios en la especie humana – dijo Pablo, actuando su papel de gran profesor en un auditorio repleto de imberbes ansiosos de escuchar su prédica intelectual. Acababa de presentar un libro de sociología del miedo que prometía revolucionar la comprensión que teníamos de ese sentimiento tan molesto y primitivo.
Solemos asociar el miedo a situaciones que nos oprimen, situaciones que creemos compartir con muchos otros. ¿Quién no ha oído alguna vez una historia de fantasmas? – Varios alumnos asintieron. Pablo imaginó que desde aquel momento no volverían a atender su clase, perdidos en antiguas casas en las que la madera crujiente hacía las veces de malévolos espectros. Cada historia ubicada en un espacio y tiempo diferente, el espacio imaginado del pasado de los asistentes. Recordó sus propias historias en Jayanca, entre los árboles que lo protegían de los treinta tantos grados del medio día. Aun no olvidaba la cara de la niña con la que había hablado.
- En el momento en el que se comparten las historias de fantasmas es cuando podemos comenzar a hablar de una sociología del miedo a los espectros, porque el acto de compartir crea un lazo entre mis historias y las suyas.
De pronto una de las enormes puertas del auditorio se cerró con violencia pero nadie, excepto Pablo, pareció notarlo. La niña lo había llamado a la sombra de un naranjo, y le había mostrado un viejo reloj alemán. Le había hablado de su padre, un hombre galante y refinado, y lo había invitado a pasar la tarde en su casa a la salida del pueblo.
Este ciclo vamos a explorar el terror, la forma más intensa de miedo. Vamos a ver hasta qué medida… - Hacia mucho frio y Daniel cogió su saco, se lo colocó y sintió que nadie lo escuchaba. Tenía un auditorio repleto de ausentes, de espectros, y sintió miedo.
- Vamos a ver hasta qué medida el terror se puede convertir en una forma de sentimiento compartido. Déjenme mostrarles algunas imágenes.
De pronto apareció El grito de Munch y Daniel pensó en la ansiedad por ver a la niña del reloj alemán aquella tarde. Recordó los zapatos de charol que su madre había lustrado cuidadosamente y los pensamientos que rondaban su cabecita mientras caminaba hacia la salida del pueblo.
Daniel oía pasos que se acercaban al estrado desde el que recitaba su clase (porque su oratoria, salvo hoy, solía ser impecable y seductora). Eran pequeños y pausados pasos, rítmicos y ligeros. La siguiente imagen provocó más comentarios, era uno de los grabados apocalípticos de Durero, y Daniel supuso que los alumnos los habían visto en su clase de historia del arte.
Después de caminar distraído por algunas manzanas del polvoriento pueblo, Daniel notó que se alejaba de las ultimas casas y no encontraba la casa del boceto que le había entregado la niña, pero se acercaba a una pequeña tumba con una cruz de madera avejentada y una inscripción en algún idioma cuyos garabatos resultaban desconocidos.
Reconoció entre los jóvenes que tomaban apuntes a una niña de ojos vivaces y brillantes, que se levantó de su asiento mientras los pasos se hacían cada vez más fuertes. Daniel mantenía una calma aparente y hablaba del miedo y la resignación, y repasaba las narraciones medievales sobre las procesiones de flagelantes. La tumba pertenecía a un soldado chileno de apellido alemán, y debajo de un arreglo floral había una foto muy antigua de él y su esposa, y una pequeña en brazos.
La mujercita estaba a unos metros y Daniel finalmente soltó el control de las diapositivas mientras temblaba. Los pasos cesaron y una mano fría le entregó un reloj alemán y una foto antigua, el escenario era la puerta del mismo auditorio en el que hoy Daniel dictaba su clase de sociología del miedo.
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