Con la mudanza, Flor esperaba terminar con las pesadillas que le producían las figuras exageradas de las paredes de la antigua casa. Esculpidas en una madera robusta y fina, de gestos artificiosos y malévolos. ¿Por qué si alguien te paga para esculpir un busto tuyo, el producto es tan siniestro y grotesco? Tal vez porque no hay manera de cambiar tanto la verdad sin la grosería del artificio. Tal vez porque la familia de Flor – una de abolengo, de estirpe, una familia de la socialité limeña de inicios del XX – era intrínsecamente perversa. Eso pensaba Flor cuando niña cada vez que paseaba por la gran casa con su nuevo juguete. Pero esta no es la historia de esa bella casa de más de doscientos años, es la historia de la mudanza de la pequeña que vivía sola en ella.
Sus padres habían muerto cuando ella estaba en los primeros años de la secundaria, y como el colegio era un internado, no lo supo sino hasta que salió de él el fin de semana. Curiosamente nadie reclamó su custodia ni la enorme herencia que debían haber dejado los padres. No había testamento, no habían tíos, primos o abuelos, ni esos tíos de cariño que aparecen cada vez que se habla de dinero en las grandes familias. A Florcita le quedaban un par de años para ser mayor de edad así que decidió que lo mejor sería quedarse con todo y tener cautela para que nadie supiera que ahora estaba ella sola en la gran casa.
Por las tardes luego del colegio, cogía algún libro de la babélica biblioteca y lo hojeaba con calma. De vez en cuando caía en uno de esos librejos de los poetas malditos de los que su padre tanto hablaba, y entonces lo devoraba en una tarde, sin saber porque seguía leyendo a pesar de no creer entender ni la mitad de las metáforas y alegorías de los poemas. Otras veces tenía entre manos esos libros de aventuras soviéticos que narraban la llegada de grandes fábricas a Georgia o San Petersburgo, y las tramas tenían misterio y acción de jóvenes como Flor, de dieciséis o diecisiete años, que terminaban enrolándose en las fuerzas revolucionarias y forjando el futuro de la nueva Unión Soviética. A flor le aburrían estos libros, así que usualmente los leía por un rato y luego se distraía con las figuras macabras de los pasillos, o los sonidos que venían de la calle.
Casi nunca almorzaba, y por las noches preparaba algo que sabía insípido y que dejaba sin terminar. Su madre jamás quiso enseñarle a cocinar y la botaba de la cocina diciéndole que su lugar jamás sería ese, que ella tenía que estudiar e irse muy lejos, y nunca regresar de esta infecta tierra en la que ahora vivían.
Flor no tenía demasiadas amigas en el colegio, y la mayoría de chicas la veían como a una extraña. La gorda Mondonga –como le gustaba decirle Flor en su imaginación – la jodía todo el tiempo pero al ver que Flor no se inmutaba con sus palabras, le rozaba el codo o la manchaba con la grasa de los tamales que se atoraba en los recreos. Sus profesores no le prestaban demasiada atención, era una alumna cumplida pero no destacaba en ningún curso. La mayoría de sus maestros diría que ella era distraída, o más que ello, ida, como si no estuviera ahí, como si el espíritu de esa casa la tuviera cautiva y no pudiera escapar...no quisiera escapar.
Por las noches escuchaba ruidos de pasos en la sala del primer piso y en los pasillos pero no se preocupaba demasiado. A veces despertaba y veía enormes sombras encima de ella, susurrando palabras incomprensibles, lascivas, molestas, inquisitivas. Pero las ignoraba y volvía a cerrar los ojos. Soñaba con sus padres, en el auto, paseando por las haciendas del norte. Con los jornaleros que los saludaban a su paso. Veía que a ella le sonreían de manera juguetona mientras que a su padre lo veían con miedo y respeto (¿no es eso lo que se le tiene a Dios? se preguntó una vez, miedo a Dios, ¿no es una virtud o algo así?). De pronto llegaban a la casa y mama los esperaba con helados caseros y un vaso de chicha.
Esa casa en medio de la hacienda era igual a la casa en la que ahora vivía sola, con sus grandes ventanas, amplios pasillos, escaleras con pasamanos de mármol, las habitaciones de techos altísimos y las figuras esculpidas en madera. Cuando Flor paseaba por los pasillos oía gemidos e imaginaba a su padre tirándose a la sirvienta, diciéndole vulgaridades, jalándole el pelo tan fuerte que ella comenzaría a gritar en cualquier momento.
Flor se despertaba de mal humor pero rápidamente olvidaba porqué y sentía la humedad en su entrepierna (jugosa, caliente, bullente). Y volvía al colegio, y sus profesores pensaban que era parca, ida, distraída…
Un día llevo a la holandesita de intercambio a su biblioteca, y esta se sorprendió al ver los libros en alemán del papa de Flor.
- Creo que tu papa era muy culto, tenía libros en alemán – dijo la gringuita, con un español torpe y gracioso.
- Sí, yo quiero leer todo lo que el leía. De niña me leía esos libros de allá – y señalo un pequeño armario polvoriento con dos portezuelas de manecillas ovaladas.
Sacaron un libro, lo comenzaron a leer y mientras Flor sentía la cadencia en la voz de la holandesita, el calor de su aliento y la cercanía de su piel, la beso en los casi inexistentes labios. Dos pequeñas líneas que anunciaban su boca. Tuvo más y más calor en la entrepierna y arrojo el libro a la silla del costado y mordió con suavidad. Hannah le sonrió y la aparto un poco, dejo su bolso al costado y la embistió con más fuerza.
Los espíritus la jodieron tanto esa noche, gritaban, gemían, corrían y hablaban entre ellos. La casa se convirtió en un infierno pero a Flor no le interesaba. Había mordido a la holandesita, había estrujado sus pechos y por un instante le falto aire, el instante previo a caer rendida en la alfombra sucia de la biblioteca. Luego de eso ambas se vistieron y siguieron ojeando libros al azar. De pronto Flor encontró un sobre en el Segundo tomo de los Diálogos platónicos de su padre. Contenía un secreto que Flor no estaría dispuesta a soportar pero que por lo menos hoy no le interesaba. Mañana mismo se mudaría, con la holandesita, y harían lo que hicieron hoy cientos de veces cada día.
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