lunes, 22 de octubre de 2012

Té para tres

Vuelvo a escribir después de tanto tiempo, Dios, tanto tiempo. De fondo, muy al fondo, Cerati taladra mis tímpanos con té para tres. Pienso en cosas. Bueno, todos lo hacen. Pero yo pienso en mis cosas, y eso me distingue de los demás, así como a ellos los distingue de mí. Pero a veces pienso que mis cosas son distintas, que sino no habría explicación a mi soledad y alienación. He pensado en comenzar un viaje muy largo. Más largo que lo que llevo de vida, y espero encontrar en el maltrato de mi cuerpo una suerte de sentido trascendental. Mi madre dice que es la edad, una suerte de crisis de pre adultez o algo así. El punto es que no importa, puede ser cualquier cosa, incluso una molesta y pertinaz aflicción sicológica pero me gusta. Me agrada vivir en ella y con ella. He pensado en los detalles del viaje, el día de la partida, los implementos necesarios, los amigos que uno deja, la vieja, el viejo y el futbol, el negro de mi hermano, la gordita de mi hermana, la niebla… He pensado que mi carácter es complicado e insoportable. En mis silencios, en las preocupaciones que provoco. He pensado que escribo para saber lo que no sé, quien soy. He concluido que no sé quién soy y que por eso necesito viajar.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Cajas


Le entregué una caja. Lo demás, absolutamente todo lo demás ella lo sabe, esta en la caja. Bueno, está y no está...

jueves, 23 de agosto de 2012


Estos bares de mierda están cada vez más llenos. De un tiempo a esta parte las restricciones del gobierno solo han logrado la atracción y el morbo. A la gente le gusta sentirse rebelde, aunque su máximo cuestionamiento al sistema sea caminar tambaleantes a las cuatro de la mañana. Pero después de todo veo mujeres muy bellas que antes no aparecían por estos lugares. La mayoría de eunucos estúpidos se fijan en las de cuerpos apretujados y senos enormes. A mí – por poesía, o probablemente más por patología – me gustan las de apariencia enfermiza. Hace un tiempo conversaba de eso con Daniela y la huevona me salió con una explicación de puta madre. Me dijo que la necesidad de querer mujeres débiles y enfermizas nace de un instinto de protección. De pronto, lo que yo percibía como una aureola intelectual y sofisticada se convirtió en la evidencia darwiniana de mi animalidad elemental. Daniela se cago de risa y me dijo que por eso yo podía engañar a cualquier mujer menos a ella.

martes, 10 de julio de 2012

Synthetica


¿Qué pasa en mi cabeza? Las sinapsis en mi cerebro han dejado de funcionar como lo hacían. Ahora veo imágenes difuminadas y en medio de las noches ni cálidas ni frías pienso que ya no pienso, que me he dejado ser. A veces quisiera saber si por lo menos sigo vivo, entonces mamá entra y me recuerda que debo levantarme. Pero la cuestión es si alguna vez me acosté.

sábado, 26 de mayo de 2012

Ajedrez

No te voy a decir que me interesas. Que – obsesiva, siempre obsesivamente – he buscado sobre ti en todos los lugares. Desde las antiguas noticias de los murales de tu escuela, hasta los registros de tus inasistencias a clases. En cada uno de mis pequeños descubrimientos la misma pregunta se repetía en mi cabeza “¿Qué habrías pensado en ese momento?” y siento que siempre estás un paso delante de mí, que hay un guiño de mirada, el mordisco certero en el labio, el giro esquivo de tu cuello largo, y no lo logro percibir. Estas un paso por delante y a mí solo me quedan las pesquisas retrospectivas. Ahora me he rendido y voy a esperar tu próximo movimiento, mientras, debería recordar el último gesto que hiciste antes de partir, y ensayar teorías sobre tu próxima partida.

viernes, 11 de mayo de 2012

Badass kid

Queridos todos Hoy he decidido que todos se vayan a la mierda. Pero no se ofendan, es de buena onda. Estoy harto de sus gestos, poses, cariños y preocupaciones. Sé que me quieren, el problema es que tanto cariño me asfixia un poco. ¿En verdad se pueden interesar tanto por alguien? Por eso les pido que se jodan y sean felices. Yo me iré un tiempo al infierno. A divertirme con putitas endemoniadas en motos de rockeros y capsulas de colores, flotando por estrellas y galaxias lejanas. Tomaremos cosas tan desconocidas que nos intoxicaremos mil veces, y entonces en la pérdida del número de las veces todo habrá dejado de ser repeticiones, se habrá hecho constancias: la nueva y ansiada vida. Espero no haber sido ofensivo y que respeten mi decisión.
Atte.

martes, 24 de abril de 2012

jueves, 12 de abril de 2012

Mixofobia y Lima.



Las calles de la ciudad asemejan trincheras en las que no dos sino cientos – o miles – de bandos protegen sus territorios. No hay expansionismo, hay protección de la memoria real o ficticia, propagación de tradiciones y protección de la familia. Esa es Lima, que podría ser Sao Paulo, Bangkok, México DF o, la hipótesis más apocalíptica y distopica, Ciudad Juárez.

Zygmunt Bauman habla de un sentimiento creciente y ambivalente de “mixofobia” en las grandes urbes del mundo moderno (en la modernidad liquida). La mixofobia convive de manera contradictoria con la mixofilia, configurando una de esas relaciones complejas de la incertidumbre contemporánea.

Lima anda llena de muros, divisiones, seguridad privada, verjas, perros entrenados, serenazgos y discursos sobre la seguridad. En el centro radica un miedo nuevo en la historia de la ciudad (o no tan nuevo en realidad): el miedo a la diversidad. Y es que Lima hace tiempo que dejo de ser aristócrata, heredera de una tradición ibérica, católica y puritana. A Lima bajaron los cerros, el campo, los cholos, los negros, los zambos. Llegaron en barcos los chinos y los japoneses.

¿Entonces qué ha cambiado? Si desde por lo menos los sesentas Lima ha experimentado procesos de mezcolanza e interacción cultural, ¿Por qué recién se ha incrementado la mixofobia?

Hay motivos estructurales y coyunturales. Tal vez sea que nos hemos hecho postmodernos y desarraigados, y esa extrañeza del entorno nos ha hecho hostiles a lo que nos circunda (cualquier cosa más allá de la inmediatez que podemos controlar y predecir con casi absoluta certeza, la familia), o tal vez sea que se ha producido – primero de manera fina y sutil y luego de manera abierta y desafiante – una inversión de la estructura del poder social.

Tal vez y lo cholo, lo andino y lo charapa hayan pasado a dominar el paisaje urbano; y lo tradicional, ibero-católico y pacato hayan pasado al papel de marginalidades, tal vez las últimas elecciones hayan terminado de materializar el objeto de la ansiedad y el miedo sanisidrino. La mixofobia sería un escape predecible en ese contexto. Si el Perú no es Lima (Pedro Salinas hacia una ironía graciosa al respecto en su columna de hoy), la economía de mercado que representa a la derecha ortodoxa, la estabilidad macroeconómica, las misas del domingo y la tranquilidad y frivolidad de Lima perdieron frente al salvajismo, irracionalidad y barbarie que se atribuye a los cholos. La mixofobia que se hace odio (del más visceral) llena nuestras redes sociales de conocidos, amigos y compañeros y el poder se difunde, porque no decirlo, se democratiza (¿mixofilia?)

lunes, 12 de marzo de 2012

Pink Floyd

Él puso el vinilo de Pink Floyd, era uno de esos detalles tan extraños para un chico de su edad. La miro con una mezcla de deseo y temor y sirvió un vaso de whisky. Se sentaron recostando sus espaldas en el refrigerador y cerraron los ojos. El alcohol pasó al inicio con dificultad pero poco a poco las gargantas se acostumbraban al espesor y densidad y los pensamientos se hacían confusos.

El soltó su mano al viento y fingió que volaba por alturas imaginarias y ella sonrió al verlo, eran dos estrellas de rock en medio de una cocina mediocre, borrachos entre whisky y las ganas de apretujarla contra la puerta del refrigerador y besarla.
Ella sacó de su bolsillo un paquetito de envoltura esmerada, lo abrió y salió un polvillo blanco y la mirada picara que lo invitaba a probar.

El resto de la tarde fue una canción completa mil veces repetida, fue espacios imaginarios y gritos y risas. Nunca se dieron cuenta cómo pero terminaron recostados uno sobre el otro, durmiendo en dimensiones lejanas, eran espacio. De pronto llegó el padre y vio a la hija drogada y a él moviendo la cabeza sin notar su presencia, supo que por lo menos hoy esas criaturas eran libres.

domingo, 26 de febrero de 2012

Mochila de emergencia

A veces veo por el balcón de mi departamento el atardecer de la ciudad, tan calmado y bullicioso. Imagino a la gente corriendo de un lugar a otro, corriendo de un apuro al siguiente, esperando encontrar el último de su día y caer dormidos.

Veo los buses repletos de gente que marcha en ambas direcciones en cada avenida que revienta de smog, graznidos motorizados e insultos de choferes y cobradores. Veo los escasos edificios y sus ridículas alturas.

Ayer en las noticias han vuelto a decir que un gran terremoto es inminente en la ciudad, que probablemente ocurra este, o el próximo (o el próximo año). Me preocupa él, me preocupa que no sobreviva, que muera aplastado por una viga enorme en su edificio. O peor: que sobreviva y no lo encuentren, que piense en cada conversación que tuvimos, que desvaríe poco a poco y termine desesperado sin poder moverse. Luego de ver el reportaje lo llamé, pero no quise arruinar su buen humor. Le dije que se cuide mucho y el me respondió diciendo que no me preocupe, que esas cosas las vienen diciendo desde los tiempos de nuestros padres en la tele, que no nos vamos a morir así, en un terremoto.

Pero el pecho me oprimía e insistí y creo que él se molestó un poco. Le pedí que armara una mochila de emergencia y cuando me prometió que lo haría pregunté qué cosas pondría dentro. Menciono el reloj de su abuelo y las cartas que le había escrito, también una linterna y no pude contener el llanto. Me calmó y en la cadencia de su voz me comencé a excitar. Tome mi sexo con suavidad mientras lo escuchaba y poco a poco moví con más fuerza mis manos que ahora aprisionaban el clítoris mojado. Tenía el teléfono al costado y las manos ocupadas. Mi respiración se hizo más fuerte y mis palabras aisladas. Él me contaba una historia y yo imaginaba que mordía mi cuello y metía su mano en mi entrepierna.

Busqué alrededor de la habitación y encontré una botellita de decoración que introduje mientras mis palabras se hacían cada vez más aisladas e incomprensibles. Mientras sentía que me desvanecía deje de escucharlo y aunque lo volví a llamar nunca volvió la conexión. Mire por la ventana y la ciudad ardía. Su edificio ya no estaba ahí y su mochila nunca había sido preparada.

El desaparecido


¿Que chucha voy a hacer?, ¿Qué le voy a decir a mi vieja? ¿Cómo? – Ignacio no dejaba de pensar en esas molestas y estúpidas cosas que piensas cuando algo sale mal. Quería irse del país, desaparecer sin que nadie lo perciba, sin que nadie lo extrañe (como si fuera posible).

Se frotaba los brazos porque la brisa era cada vez más fría y jodida. Solo quedaban cuatro puchos y cuando se terminaran pensaría en comprar una cajetilla más. De pronto sintió una lágrima que resbalaba por sus ojeras y se sintió enfermo. Pensaba en los estereotipos universalmente aceptados de la tristeza o la melancolía, en las caminatas solitarias sin rumbo fijo, en los cientos de pensamientos que se agolpan hora tras hora, en la peor de las interpelaciones a sí mismo. Pensó, por último, en el espacio en expansión de las ideas, a veces son tan pocas, y a veces pensamos tantas tonterías a la vez y de un tirón. Y ahora él pensaba en tantas que no podría enumerarlas.

Se levantó y prosiguió su caminata. Veía a las parejas abrazadas hablando despreocupadas, algunas no durarían más allá de esta semana (y volverían solas, a fumar un cigarro mirando la costa), y algunas otras terminarían la tarde entre gemidos y sudor. Ignacio pensó en Carmen y se sintió estúpidamente sentimental. Otra vez tenía ganas de llorar, y solo a punta de pensar a Sasha Grey siendo penetrada por dos eunucos pudo olvidar la delgadez y blancura de Carmen.

Conozco a su vieja, es una mujer dura, recia, casi andina en su capacidad de resistir embates. Es una chiclayana que se ganó todo en la vida por su cuenta, pero que no entiende razones más allá de las suyas. Por eso yo los dejé, a él y sus problemas, a Carmen y a los demás. Ignacio no pudo escapar (o debería pensar que no quiso hacerlo, siempre fuimos tan distintos) y terminó intentando hacer cada cosa que ella le proponía. Pero ahora le había fallado y se sentía mal. Yo no lo supe sino hasta días después que me llamó desde la playa, sin un centavo en el bolsillo y hablando incoherencias. Lo fui a recoger, nadie sabía nada de él, y yo nunca supe todo lo que había pasado. Estaba flaco y débil, cansado y triste.

Me preguntó por Carmen pero yo hace tiempo que no sabía nada de ellos y mentí. Le dije que la vi un par de veces, que me preguntó por él, que se veía tranquila (no feliz), tranquila.

De pronto me abrazó y me sentí extraño. No sabía si apartarlo o abrazarlo también. Nunca he sido bueno en esas circunstancias. Pero respondí al abrazo y lo lleve donde la vieja que estaba desesperada. Ella nunca me va a entender, y creo que desde aquel día tampoco va a entender a Ignacio, pero al fin de cuentas no importa, Ignacio estaba de vuelta y todos estaban felices de verlo.

lunes, 20 de febrero de 2012

Animal collective


Rebeca se despertó sin reconocer la cama en la que estaba echada. Sentía su cuerpo liviano y no podía concentrar la mirada en un punto. Veía luces multicolores dar vueltas infinitas en rutas elípticas y tenía mucha sed. Cuando se intentó levantar toco una espalda fría y blanca como leche. Tenía un hermoso tatuaje oriental con una casa como las de las películas y las de los animes. Era un hombre joven de barba incipiente, dormía profundamente y olía a whisky.
Ella se levantó con delicadeza y recorrió la casa esquivando la cerveza y el whisky derramados. Podía oír gemidos que venían de las decenas de habitaciones de la enorme casa, y escuchaba la cercanía de la música de ritmo frenético, machacando su cabeza. Quería escapar o al menos saber en dónde estaba.
Tomo la casaquilla de Matilda que tenía el maquillaje corrido y los ojos tan negros y hermosos. Su piel era delicada y hermosa y por un instante quiso lamerla, besarla y dormir a su lado, pero un miedo extraño la empujó a seguir su camino. Marchó a tientas entre cuerpos desvanecidos en el piso y parejas que jadeaban a cada instante. En el baño sintió un olor fuertísimo y quiso volver a la sensación de cuando despertó, la sensación de flotar sin recuerdos, sin saber que era ella, Rebeca.
De pronto la tomaron de la mano y la empujaron a una esquina al lado de una ventana. Por fin pudo ver el centro del mundo esta noche, allá abajo. Todos saltaban alrededor de un hombre de pelo largo rojizo y barba profusa. El muchacho que la había empujado tenía aspecto afeminado y un piercing en los labios. Le puso una pastilla rosada en la mano y la empujo a su boca e intentó besarla. Rebeca lo separó y tomo un vaso de agua que alguien había dejado. Rápidamente paso la pastilla con una mezcla extraña de alcohol que no pudo reconocer y mordió los labios del muchacho quien intento tocar su sexo. Ella lo impidió y sonrió antes de irse. ¿Volvería a flotar?
Cuando intentaba bajar las escaleras sintió que flotaba otra vez, y que entre instantes cada vez más incalculables en sus intervalos no solo flotaba sino volaba, y que era infinitamente liviana. Esa noche durmió con una peliculina rojiza en sus ojos mientras se desvanecía; sonriendo porque era tremendamente feliz a pesar de las personas que se agrupaban a su alrededor y le preguntaban cosas sin poder entender lo que decían.

domingo, 19 de febrero de 2012

Sociologia del miedo


- El miedo es uno de los sentimientos más primarios en la especie humana – dijo Pablo, actuando su papel de gran profesor en un auditorio repleto de imberbes ansiosos de escuchar su prédica intelectual. Acababa de presentar un libro de sociología del miedo que prometía revolucionar la comprensión que teníamos de ese sentimiento tan molesto y primitivo.

Solemos asociar el miedo a situaciones que nos oprimen, situaciones que creemos compartir con muchos otros. ¿Quién no ha oído alguna vez una historia de fantasmas? – Varios alumnos asintieron. Pablo imaginó que desde aquel momento no volverían a atender su clase, perdidos en antiguas casas en las que la madera crujiente hacía las veces de malévolos espectros. Cada historia ubicada en un espacio y tiempo diferente, el espacio imaginado del pasado de los asistentes. Recordó sus propias historias en Jayanca, entre los árboles que lo protegían de los treinta tantos grados del medio día. Aun no olvidaba la cara de la niña con la que había hablado.

- En el momento en el que se comparten las historias de fantasmas es cuando podemos comenzar a hablar de una sociología del miedo a los espectros, porque el acto de compartir crea un lazo entre mis historias y las suyas.
De pronto una de las enormes puertas del auditorio se cerró con violencia pero nadie, excepto Pablo, pareció notarlo. La niña lo había llamado a la sombra de un naranjo, y le había mostrado un viejo reloj alemán. Le había hablado de su padre, un hombre galante y refinado, y lo había invitado a pasar la tarde en su casa a la salida del pueblo.

Este ciclo vamos a explorar el terror, la forma más intensa de miedo. Vamos a ver hasta qué medida… - Hacia mucho frio y Daniel cogió su saco, se lo colocó y sintió que nadie lo escuchaba. Tenía un auditorio repleto de ausentes, de espectros, y sintió miedo.

- Vamos a ver hasta qué medida el terror se puede convertir en una forma de sentimiento compartido. Déjenme mostrarles algunas imágenes.
De pronto apareció El grito de Munch y Daniel pensó en la ansiedad por ver a la niña del reloj alemán aquella tarde. Recordó los zapatos de charol que su madre había lustrado cuidadosamente y los pensamientos que rondaban su cabecita mientras caminaba hacia la salida del pueblo.

Daniel oía pasos que se acercaban al estrado desde el que recitaba su clase (porque su oratoria, salvo hoy, solía ser impecable y seductora). Eran pequeños y pausados pasos, rítmicos y ligeros. La siguiente imagen provocó más comentarios, era uno de los grabados apocalípticos de Durero, y Daniel supuso que los alumnos los habían visto en su clase de historia del arte.

Después de caminar distraído por algunas manzanas del polvoriento pueblo, Daniel notó que se alejaba de las ultimas casas y no encontraba la casa del boceto que le había entregado la niña, pero se acercaba a una pequeña tumba con una cruz de madera avejentada y una inscripción en algún idioma cuyos garabatos resultaban desconocidos.
Reconoció entre los jóvenes que tomaban apuntes a una niña de ojos vivaces y brillantes, que se levantó de su asiento mientras los pasos se hacían cada vez más fuertes. Daniel mantenía una calma aparente y hablaba del miedo y la resignación, y repasaba las narraciones medievales sobre las procesiones de flagelantes. La tumba pertenecía a un soldado chileno de apellido alemán, y debajo de un arreglo floral había una foto muy antigua de él y su esposa, y una pequeña en brazos.
La mujercita estaba a unos metros y Daniel finalmente soltó el control de las diapositivas mientras temblaba. Los pasos cesaron y una mano fría le entregó un reloj alemán y una foto antigua, el escenario era la puerta del mismo auditorio en el que hoy Daniel dictaba su clase de sociología del miedo.

sábado, 4 de febrero de 2012

Mudanza


Con la mudanza, Flor esperaba terminar con las pesadillas que le producían las figuras exageradas de las paredes de la antigua casa. Esculpidas en una madera robusta y fina, de gestos artificiosos y malévolos. ¿Por qué si alguien te paga para esculpir un busto tuyo, el producto es tan siniestro y grotesco? Tal vez porque no hay manera de cambiar tanto la verdad sin la grosería del artificio. Tal vez porque la familia de Flor – una de abolengo, de estirpe, una familia de la socialité limeña de inicios del XX – era intrínsecamente perversa. Eso pensaba Flor cuando niña cada vez que paseaba por la gran casa con su nuevo juguete. Pero esta no es la historia de esa bella casa de más de doscientos años, es la historia de la mudanza de la pequeña que vivía sola en ella.


Sus padres habían muerto cuando ella estaba en los primeros años de la secundaria, y como el colegio era un internado, no lo supo sino hasta que salió de él el fin de semana. Curiosamente nadie reclamó su custodia ni la enorme herencia que debían haber dejado los padres. No había testamento, no habían tíos, primos o abuelos, ni esos tíos de cariño que aparecen cada vez que se habla de dinero en las grandes familias. A Florcita le quedaban un par de años para ser mayor de edad así que decidió que lo mejor sería quedarse con todo y tener cautela para que nadie supiera que ahora estaba ella sola en la gran casa.

Por las tardes luego del colegio, cogía algún libro de la babélica biblioteca y lo hojeaba con calma. De vez en cuando caía en uno de esos librejos de los poetas malditos de los que su padre tanto hablaba, y entonces lo devoraba en una tarde, sin saber porque seguía leyendo a pesar de no creer entender ni la mitad de las metáforas y alegorías de los poemas. Otras veces tenía entre manos esos libros de aventuras soviéticos que narraban la llegada de grandes fábricas a Georgia o San Petersburgo, y las tramas tenían misterio y acción de jóvenes como Flor, de dieciséis o diecisiete años, que terminaban enrolándose en las fuerzas revolucionarias y forjando el futuro de la nueva Unión Soviética. A flor le aburrían estos libros, así que usualmente los leía por un rato y luego se distraía con las figuras macabras de los pasillos, o los sonidos que venían de la calle.

Casi nunca almorzaba, y por las noches preparaba algo que sabía insípido y que dejaba sin terminar. Su madre jamás quiso enseñarle a cocinar y la botaba de la cocina diciéndole que su lugar jamás sería ese, que ella tenía que estudiar e irse muy lejos, y nunca regresar de esta infecta tierra en la que ahora vivían.

Flor no tenía demasiadas amigas en el colegio, y la mayoría de chicas la veían como a una extraña. La gorda Mondonga –como le gustaba decirle Flor en su imaginación – la jodía todo el tiempo pero al ver que Flor no se inmutaba con sus palabras, le rozaba el codo o la manchaba con la grasa de los tamales que se atoraba en los recreos. Sus profesores no le prestaban demasiada atención, era una alumna cumplida pero no destacaba en ningún curso. La mayoría de sus maestros diría que ella era distraída, o más que ello, ida, como si no estuviera ahí, como si el espíritu de esa casa la tuviera cautiva y no pudiera escapar...no quisiera escapar.

Por las noches escuchaba ruidos de pasos en la sala del primer piso y en los pasillos pero no se preocupaba demasiado. A veces despertaba y veía enormes sombras encima de ella, susurrando palabras incomprensibles, lascivas, molestas, inquisitivas. Pero las ignoraba y volvía a cerrar los ojos. Soñaba con sus padres, en el auto, paseando por las haciendas del norte. Con los jornaleros que los saludaban a su paso. Veía que a ella le sonreían de manera juguetona mientras que a su padre lo veían con miedo y respeto (¿no es eso lo que se le tiene a Dios? se preguntó una vez, miedo a Dios, ¿no es una virtud o algo así?). De pronto llegaban a la casa y mama los esperaba con helados caseros y un vaso de chicha.

Esa casa en medio de la hacienda era igual a la casa en la que ahora vivía sola, con sus grandes ventanas, amplios pasillos, escaleras con pasamanos de mármol, las habitaciones de techos altísimos y las figuras esculpidas en madera. Cuando Flor paseaba por los pasillos oía gemidos e imaginaba a su padre tirándose a la sirvienta, diciéndole vulgaridades, jalándole el pelo tan fuerte que ella comenzaría a gritar en cualquier momento.

Flor se despertaba de mal humor pero rápidamente olvidaba porqué y sentía la humedad en su entrepierna (jugosa, caliente, bullente). Y volvía al colegio, y sus profesores pensaban que era parca, ida, distraída…
Un día llevo a la holandesita de intercambio a su biblioteca, y esta se sorprendió al ver los libros en alemán del papa de Flor.
- Creo que tu papa era muy culto, tenía libros en alemán – dijo la gringuita, con un español torpe y gracioso.
- Sí, yo quiero leer todo lo que el leía. De niña me leía esos libros de allá – y señalo un pequeño armario polvoriento con dos portezuelas de manecillas ovaladas.
Sacaron un libro, lo comenzaron a leer y mientras Flor sentía la cadencia en la voz de la holandesita, el calor de su aliento y la cercanía de su piel, la beso en los casi inexistentes labios. Dos pequeñas líneas que anunciaban su boca. Tuvo más y más calor en la entrepierna y arrojo el libro a la silla del costado y mordió con suavidad. Hannah le sonrió y la aparto un poco, dejo su bolso al costado y la embistió con más fuerza.
Los espíritus la jodieron tanto esa noche, gritaban, gemían, corrían y hablaban entre ellos. La casa se convirtió en un infierno pero a Flor no le interesaba. Había mordido a la holandesita, había estrujado sus pechos y por un instante le falto aire, el instante previo a caer rendida en la alfombra sucia de la biblioteca. Luego de eso ambas se vistieron y siguieron ojeando libros al azar. De pronto Flor encontró un sobre en el Segundo tomo de los Diálogos platónicos de su padre. Contenía un secreto que Flor no estaría dispuesta a soportar pero que por lo menos hoy no le interesaba. Mañana mismo se mudaría, con la holandesita, y harían lo que hicieron hoy cientos de veces cada día.

Historia al revés


Las historias no advierten sobre el desarrollo de sus sucesos. Si así fuera, más que leídas serian estudiadas, y el tedio de tal actividad alejaría a muchos de su lectura. Pero aun si así fuera, si las historias advirtieran de su final – incontrovertible, preestablecido – a cada instante; si en cada pie de página, más que un desarrollo exhaustivo de un detalle nimio hubiera un resumen pequeñísimo de los últimos tres sucesos antes del final, aun en ese caso podrían existir historias en las que lo que nos interese sea un punto medio entre la primera oración – nunca certeza del inicio cronológico de la historia –y la última línea, final avisado del desenvolvimiento narrativo.

En esas cosas pensaba mi abuelo mientras montaba sus maletas en un camión destartalado que lo llevaría por la pampa argentina hasta la frontera con Brasil, y de ahí quien sabe a dónde. En sus recuerdos se mezclaban la cara de su madre, una vieja estricta y de modales finos, la despreocupación de su padre y las lágrimas de María, aquella mujer de la que nunca supe hasta leer sus cartas. Tiritaba de frio mientras el armatoste avanzaba en medio de una tarde sombría y enorme, tanto como el espacio que mediaba entre él y el lugar del sol antes de marcharse.

Lo imagino mirando hacia atrás desde la tolva del camión, contando las cabezas de ganado, sacando el pequeño libro desgonzado que llevaba en sus bolsillos, recitando algún verso en portugués y dormitando en tanto su cuerpo se acostumbrara al frio.
En el fondo nos unía una incapacidad congénita de sentirse parte de algún lugar en específico, él en esa pampa y yo en esta carretera.

En mis recuerdos aparecía ella y en ese punto vuelvo al inicio cuando explicaba que hay historias de las que uno sabe el final pero aun así insiste en el morbo de comprobar su hipótesis mediante la vivencia de los hechos. Ya en el trabajo estaban hartos de mi ausencia y me habían dado un ultimátum. Estaba tan convencido de que no volvería que respondí adelantándome con una renuncia, y entonces el tono de las comunicaciones cambio de uno desafiante a uno suplicante. No creo que me extrañaran, creo que necesitaban de vuelta alguna clase de inversión en conocimiento, pero ni yo sabía en qué momento todo había cambiado tanto. De pronto el bus se detuvo y los pasajeros bajaron a buscar algo de comida y estirar las piernas. Yo la recordé a ella y supe cómo iba a terminar todo.

domingo, 8 de enero de 2012

Vacaciones de verano


Nos hartaba el aburrimiento de la ciudad. Hace tiempo que no pasaba nada interesante y ciertamente nos estábamos desesperando. El gordo ya no salía de su casa desde que le compraron la nueva consola de juegos así que ya no teníamos a quien vacilar. Y Matilde, la gringuita que se mudó al barrio el año pasado se había ido de vacaciones con su familia de Croacia, o algo así.

Con Pepe y Facundo nos pasábamos el día montando bicicleta y viendo porno en una computadora que cargaba videos de quince minutos en hora y media. Mientras tanto hablábamos de chicas. ¿María seguiría siendo virgen? ¿Daniela le daría bola al gordo? Pepe tenía la manía de subir las escaleras cada cinco minutos para ver si su mamá no sospechaba y bajaba a su habitación. Pero en el fondo la escena que vería sería patética. Tres chibolos sudados hablando de niñas con un video que no cargaba hace horas y que encima era de mala calidad.

De pronto la escena corría completa y nos sentábamos embutidos en un pequeño sillón con manchas de kétchup y mostaza. En la pantalla una rubia tetona jugueteaba con sus pezones y yo me comenzaba a poner nervioso. Debo reconocer que de todos, yo era el que peor manejaba estas situaciones. Usualmente hacia alguna broma estúpida sobre un detalle irrelevante (¿Esa era una cucaracha?, ¡Mira, el actor tiene un tatuaje de AC/DC!) pero mis amigos lo ignoraban y seguían embelesados frente a las dos montañas blancas y de pezones rosáceos en la pantalla.

En el fondo esperaba que la mama de Pepe nos encontrara a los tres, trio de pajeritos, con la mano peluda en la pija, hablando cochinadas y babeando frente a Kristen D o alguna de esas actrices de las pelis porno. Detestaba el aburrimiento y desesperación que me producían las tardes en las que veíamos películas y comíamos pizza. Extrañaba a la pequeña croata. ¿Ella también tendría tetas bonitas? No, era muy flaca, pero era bonita, linda. Con su acentito extraño, su pelo rubio y sus ojos verdes, sentada dos filas delante de mí con el gordo sudando a su costado, esperando ansioso al recreo para tragarse el huevo cocido que le mandaba su mamá.

De pronto sentí algo en mis pantalones y tuve que taparlo con mi brazo y con un vaso de gaseosa. Mis amigos no lo notaron. Kristen D gritaba como posesa, y debíamos bajar el volumen de los parlantes cada vez más. Hablaba en un idioma extraño y se me ocurrió que ese podría ser el idioma de Matilde. El huevon que se la tiraba mugía, graznaba y vituperaba groserías. Se me antojo imbécil y primitivo y lo odié. ¿Cómo podía nalguear a la princesa Matilde?, ¿Cómo podía morder sus tetitas?

El vaso lleno de gaseosa se me cayó al piso y fui corriendo al baño para buscar con que limpiar. Facundo dijo algo que no alcancé a oír y subí corriendo las escaleras. Entré al baño, me lavé la cara – Tranquilo Franco, ella no es Matilde, es una rubia gorda y tetona que grita demasiado y se la tira un eunuco baboso, tranquilo – salí del baño y me encontré cara a cara con la mamá de Pepe que miró mi pantalón

- ¿Qué están haciendo allá abajo Franco? – en su mirada había una certeza perversa. Sabía que abajo un mal actor porno se estaba tirando a mi princesa, a Matilde. Sabía que se me había parado viendo esa escena repugnante, que me había puesto nervioso y que había subido a lavarme la cara y pensar un poco.
- Nada señora, jugando en la computadora.
- Entonces acompáñame – fingió despreocupada - vamos a llevarlos a conocer el nuevo parque de skaters a dos cuadras.
- Si…claro señora

La había cagado, sería el soplón del verano. Le había dicho a la mamá de Pepe que el par de pajeritos allá abajo estaban viendo cosas que los niños no deben ver. Ella lo sabía y eso le daba poder sobre nosotros. Más que disfrutar el regaño y el castigo, disfrutarían la humillación propinada (amor, ¿No sabes que pasó hoy? ¡Encontré a tu hijito viendo porno con sus amiguitos los del barrio! – ¿En serio?, y el padre pensaría “Ese es mi hijo carajo”. Pero luego diría “Un momento, estos mocosos tienen 12 años, yo debuté a los catorce, ¡deberían estarse gileando a las chiquitas del barrio para tirárselas de acá a unos meses!”).

Yo lo sabía. Mientras caminaba hacia las escaleras pensaba en la ley del hielo, en que no me hablarían por semanas, en el teléfono sonando en mi casa – “Señora, encontré a su hijo viendo perversiones en la red, una mujer siendo penetrada por un punk con tatuajes obscenos, ¡imagínese!, una penetración, a esta edad” – y mi mama llevándome donde el padre Javier para que me diga que la masturbación es pecado, que diosito lindo nos da una pijita para reproducirnos, que las mujeres tetonas son tentaciones del demonio (y yo pensaría, La mujer que se confiesa los lunes, miércoles y jueves, esa que es mi vecina ¿Es una tentación del demonio?, entonces usted la pasa muy bien con el demonio, porque lo veo echándole miradas furtivas y coqueteos sutiles)

Pero en el fondo, de toda la vergüenza que se avecinaba lo que más me jodía era la posibilidad de que Matilde se enterara. Yo, el nerdcito de la clase, el buena gente, el que se sacaba muy buenas notas y sabia cosas imposibles (El año de la revolución francesa ¿Cómo puedes saber eso?) avergonzado frente a Matilde quien me observaría con una mirada acusadora. ¡Eres un enfermo, un pervertido! ¡Nunca más me hables!
Castigado todo el verano. No podía ver a mis amigos y me la pasaría leyendo libritos de aventuras, imaginando que las heroínas de la historia tenían cara y acentito de Matilde, escuchando los rumores sobre el chisme que crecía (¿Sabía que los chibolos de acá a la vuelta ven zoofilia?, zoofilia pues, cuando se meten con animales. ¿Sabía que el paliducho, el más altito, es medio satánico vecina?, ¡Yo le dije a su madre que no lo metiera en ese colegio que tiene desde maricones hasta enfermitos!) Todos los días mamá llegaba avergonzada porque habían creado una nueva historia en el barrio. Los papás del gordo le habían prohibido que se volviera a juntar con nosotros y a Pepe lo habían cambiado de colegio, pero se filtró el chisme de que era cabrito y que tenía revistas de hombres.

Eneeeeeeeeero, febreeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeero y marzo, por fin marzo y el primer día de clases. Matilde que no llegaba, el gordo que esquivaba mis miradas, Matilde que no llegaba, la formación para cantar el himno, Matilde que no llegaba, la primera hora de clases, Matilde…

Esa tarde caminaba a casa triste. Pensaba en Kristen D, la gemela de Matilde. Pensaba en Matilde, la musa de mis escritores, en los veranos, en los amigos del barrio. De pronto vi a lo lejos a una rubiecita que jugaba con su perro. ¡Estaba seguro de que era Matilde!

- Hola, ¿eres Matilde?
- Hola, si… ¿Tú quién eres?
- Ah, sí. Soy Franco, de tu salón del año pasado – Cuando dije esto pensé que todo estaba perdido, había revelado mi identidad y con ello todas los mitos detrás de mi historia masturbatoria. Con solo pronunciar las silabas de mi nombre, un aura lechosa y seminal se esparcía sobre mi cuerpo y me hacía vil y degeneradito.
Matilde sonrió y sus dientecitos blancos aparecieron. Se había puesto frenos y no me importaba, su pelo estaba recogido y sus manos sucias porque se había tropezado mientras paseaba al perro.
- Ya me acordé. Tú eres uno de los pajeritos. No importa, me caes bien. Ven a mi casa el jueves. Podemos ver televisión, mis papás no van a estar. Puedes poner tu brazo en mi espalda y rodearme hasta abrazarme. Puedes besar mis mejillas, puedes besarme. Luego podemos cerrar la puerta de calle con llave para asegurarnos de que mis papas no puedan entrar, y podemos tirar, como si yo fuera Kristen D y tú el actor del tatuaje…

De pronto Matilde se alejaba aterrorizaba y yo tenía una vergonzosa erección que disimulé sentado hasta que desapareció.