lunes, 26 de diciembre de 2011

Novela (aún sin nombre)


I

El secreto de los sueños

De cómo Daniel recuerda el pasado


Daniel entro en la habitación llena de hombres con gesto grave. La mayoría de ellos pasaban los cincuenta años y vestían andrajosamente. El más viejo de todos sostenía una copia polvorienta y roída de La Dialéctica de la Naturaleza de Engels, y hablaba apasionadamente de la ciencia escondida detrás de las estructuras más elementales del mundo, de la dialéctica de la física, química, psicología y demás.
Daniel sintió el impulso repentino de contradecirlo y referir que ese mismo libro había perdido vigencia al momento de su publicación, muchos años después de la muerte de Engels. Pero entonces comprendió que esos retazos de historia eran lo único que daba sentido a los amargados días de la vida de aquellos hombres. Entonces pidió comenzar la reunión.

- Muy bien señores – dijo un hombre alto y grueso, de voz grave - Los he convocado porque debemos decidir las acciones a tomarse luego de las últimas medidas del gobierno.

El hombre se refería a la implementación de un nuevo programa de ajuste fiscal y reducción de los subsidios a productos agrícolas. Por un instante Daniel esbozo una sonrisa despreciativa, creía profundamente que esa incapacidad de la izquierda peruana de plantear propuestas los convertía precisamente en su némesis: en reaccionarios. Pensó en los grandes logros zurdos desde los setentas y solo encontró una serie de oposiciones a cualquier propuesta política, y que a pesar de que muchas de dichas oposiciones tuvieran un sustento realmente sólido, la mayoría no eran más que auténticas ganas de joder.

Pero si los despreciaba con tanto empeño ¿Por qué estaba ahí, Entre viejos zorros políticos que discutían sobre la correcta interpretación de algún antiguo libro soviético?

El abuelo de Daniel había sido dirigente de alguna de las tantas facciones o grupúsculos de izquierda en el Perú de los años sesenta en adelante. Aquel anciano que recordaba como un hombre bueno y de mirada apasionada había convivido en cuartuchos de madera con olor a cigarro con una fauna extravagante de socialistas, comunistas, anarquistas y primitivistas. De entre todos, su mejor amigo, Raúl era un músico amante de los Beatles que estaba ahí por el placer de sentirse un antisistema más que porque le interesara alguno de los temas que se debatían.

Precisamente Raúl había muerto en Cochabamba hacía dos meses y a la oficina de Daniel había llegado un sobre de su esposa, que contenía una carta en la que le pedía que la visitara en su casa de Potosí. Por un par de días Daniel olvidó el contenido de aquella carta, que daba la impresión de haber sido escrita hacía muchísimo tiempo. Devorado por los preparativos de su boda, Daniel había olvidado que la carta tenía una referencia a su abuelo, y se mencionaba que había algo que se le debía entregar a Daniel, y a nadie más que a él.

De pronto, el cuarto día después de recibida la carta Daniel tuvo un sueño extraño en el que su abuelo le hablaba de la revolución en las montañas y le pedía guardar un secreto. ¿Qué secreto era ese que su abuelo le había pedido guardar?

- Creo que debemos quitar el apoyo al gobierno, nosotros nos unimos a ellos pensando que era el inicio de una serie de cambios significativos. ¡Es cierto! – gritó otro hombre - lo que ha ocurrido es que se ha derechizado todo y ahora están gobernando para los ricos.

De pronto al unísono las cabezas asintieron resignadas y preparadas para reasumir su rol histórico de oposición. Había terminado el sueño del cambio.
Daniel quiso decir algo, explicar que había un sustento económico para las medidas del gobierno, y que era imposible mantener los subsidios con la difícil situación económica mundial pero calló. Por primera vez en muchos años su arrogancia había sido devorada por una humildad sobrecogedora. No sabía tanto del marxismo, leninismo o maoísmo como aquellos hombres, y por lo menos por hoy se dejaría embelesar por sus argumentos cargados de retórica y pasión fingida.

Su abuelo jamás había sido muy leninista o trotskista que digamos, y por ello se había ganado peleas con los militantes más ortodoxos. Había mucho de misticismo en el comunismo de su abuelo, como si más que creer en la ciencia social suprema, quisiera recobrar la utopía de las obras de Tomas Moro y de Tommasso Campanela. Más precisamente su abuelo admiraba al entonces dirigente albano Henver Hoxha. Daniel recordó los cientos de libros escritos en ruso, alemán y español sobre el líder de aquel país tan lejano.

“Matilde, debo hacer un viaje antes de poder casarnos. Necesitaré algunos días. No te preocupes por mí. Te quiero, Daniel”

La nota era corta y no tenía ningún dato relevante que llevara a Matilde detrás de Daniel, tal como él lo quería. Pero también quiso tener un poco más de inspiración, dejar en claro que a pesar de ser un tema trivial, había algo en su pecho que se apretujaba y que desde aquel sueño lo precipitaba vertiginosamente al silencio de una carretera vacía. Potosí estaba lejos y precisamente esa distancia física servía de metáfora a la distancia mental que necesitaba Daniel para comprender la certera magnitud de su preocupación. Recordaba que la escena de su niñez había ocurrido en verdad, y eso le irritaba ligeramente. ¿Por qué no recordaba que era lo que su abuelo le había dicho?

- Tengo una pregunta – increpó uno de los más jóvenes, con el ímpetu y falta de respeto propio de su edad núbil. ¿Adoptaremos una postura cobarde y solo enviaremos un comunicado que nadie leerá a los periódicos, o tomaremos acciones por nuestras propias manos?

- ¿Qué quieres decir con tomar acciones por nuestras propias manos? – Dijo el hombre alto que le había llamado la atención a Daniel al entrar en la habitación. Había algo en su mirada que lo llevaba a desconfiar de sus convicciones políticas, como si fuera otro el interés por acudir a aquellas tertulias banales.

- ¡Mírennos! – insistió el joven con vehemencia – hace tiempo que hemos dejado de querer la revolución. Pareciera que solo esperamos nuestras muertes pero que por inercia debemos oponernos a algo y salvar nuestras almas de la deshonra de amar al gobierno y a la mediocridad del país. Hace tiempo que no hemos intentado subvertir la realidad y construir la utopía.

En ese momento algunos rieron e hicieron comentarios de burla. Daniel en cambio pensó que no había escuchado algo tan cuerdo en mucho tiempo, que si recordaba algo de sus clases de filosofía de la universidad era la voluptuosidad de la conciencia proletaria, y la violencia con la que se emprendería la revolución. Pero aquel joven no era marxista, Daniel se enteró luego de que era un anarquista bastante de vanguardia. Mas precisamente su secta emprendía calurosos debates pues creía que luego de la abolición del estado opresor se debía volver a la vida primitiva y salvaje, cazando para sobrevivir, y viviendo en pequeñas aldeas.

El viaje le tomó a Daniel tres días por bus, y en algunos momentos se reprochó su falso entendimiento de la rebeldía. Si podía comprar un pasaje de avión ¿Por qué no lo había hecho? Tal vez pensó que podría leer y escribir durante las largas horas de camino, pero en su lugar tuvo que resignarse a ver las películas mediocres de Hollywood dobladas con voces inverosímiles. En muchas de ellas creyó reconocer gestitos y maneras de Matilde, como la posición de las manos al tomar el té, o la mirada triste de las despedidas.

Las constantes paradas se debían al pésimo estado de las carreteras del país y entonces el chofer dejaba que los pasajeros bajaran a estirar las piernas. En algunos de esos intervalos en el viaje, Daniel cogía el pequeño maletín de mano que tenía y se alejaba del bus como queriendo que lo abandonen; sin embargo, siempre se arrepentía porque el deseo de conocer finalmente el secreto de su abuelo lograba vencerlo.

II

Mi viejo el comunista


Querida Do:

Viejita, ¿Cómo estás? Yo llegue por la tarde a La Paz, tuve algunos problemas en las oficinas de migraciones y por eso mi viaje se retrasó. Estoy bastante cansado e imagino que mañana partiré recién de regreso hacia Puno.

No pude escribir antes porque no encontré donde conectarme a internet. Tengo las cosas de mi abuelo que me entrego la esposa de Don Raúl, ¿Te acuerdas de él? Era el viejito alto y delgado como una soga que llegaba a casa de vez en cuando para visitar a mi abuelo. Son cosas increíbles. Hay miles de pasquines revolucionarios y libros en ruso o alemán. También encontré muchos ensayos de mi abuelo y algunos otros recuerdos.

Pero no creas que él solo vivía de la política. También he encontrado las cartas que le escribía a mi abuela Carmen, y aunque no lo creas, parece que el abuelo tenia vena literario. Algunas de esas narraciones me han emocionado hasta las lágrimas, y me avergüenza el contártelo.

Sin embargo no son esas cosas las que más me han sorprendido sino un secreto cuyo destinatario era yo mismo. Creo que mi vida no ha sido la misma desde que me fue entregado, pero esa es otra historia.

¿Sabías que mi viejo fue arrestado tres veces en Bolivia por intentar pasar propaganda revolucionaria al sur del Perú? Las declaraciones policiales están en la pequeña caja que estoy enviando a Lima. En las fotos de aquellos años el viejo está flaco y barbón, y no puedo dejar de imaginarlo fumándose un puro y tomando un vaso de ron con esa gaseosa cubana de la que nos hablaba, como todas esas historias que nos contaba sobre su viaje a Cuba cuando éramos niños.

Quiero que se las muestres y que le entregues las cartas que mi abuelo le escribió durante esos años pero que jamás le entregó, creo que se alegrará de verlas y de recordar al “Papaiki”, como lo llamaban de cariño.

Yo voy a extender mi viaje por algunos meses, y tal vez pierda un poco el contacto con ustedes. Es una deuda que tengo con mi abuelo y me disculpo de antemano por no dar muchas explicaciones.

Muchos cariños a la familia.

Daniel


III

Daniel llega a Potosí


El bus arribó a la estación cuando comenzaba a amanecer. Había sido un viaje infernal y Daniel había vomitado tres veces. De pronto sintió como si todo hubiera valido la pena mientras comenzaban a ver a la ciudad debajo de ellos. Entonces cogió un cuaderno en el que apuntaba algunas cosas y escribió una frase al costado de un pequeño dibujo. Pensó en esos viajes familiares en los que habían recorrido el Perú cuando era niño, y en la sensación de inocente libertad que le daba abrir la ventana y escuchar las canciones que llevaba en un cassette de grandes éxitos. Sin saber muy bien cómo ni porqué Daniel comenzó a llorar por lo que tuvo que girar bruscamente su cuello y esconder la cara frente a la curiosa señora que viajaba a su costado. De pronto encendieron las luces del bus y la gente empezó a desperezarse a pesar de que algunos seguían profundamente dormidos.

Daniel solo tenía la dirección de la familia del señor Raúl en una libreta de los Simpsons pero como aún era muy temprano pensaba ir a un pequeño café y esperar ahí hasta una hora decente para recibir visitas.

Como solo tenía una pequeña maleta no le tomó demasiado tiempo salir del terminal y dirigirse a la puerta. Tomó un taxi pero luego se arrepintió y tuvo que fingir que estiraba los músculos frente al chofer, entonces cruzó la acera y paró al colectivo que lo llevaría al centro de la ciudad.

Llovía persistentemente y las llantas del vehículo chillaban cada vez que tenía que girar en alguna calle. Dentro, los pasajeros miraban distraídos las aun vacías calles, y algunos dormitaban mientras de fondo se escuchaba alguna saya de moda. Daniel pensó en Matilde y en todo el dolor que le habría causado su repentina decisión de escapar de Lima, y por un momento sintió remordimiento.

Si el amor consistía en la capacidad de sentir empatía por los sentimientos de la otra persona, por primera en su vida Daniel estaba dispuesto a aceptar que estaba enamorado, pero antes de aceptarlo se detuvo a sí mismo y se obligó a mirar por la ventana la gran montaña que presidía a la bella ciudad. Entonces pidió que detuvieran el bus y le entregó un billete de diez bolivianos al chofer. No esperó el cambio y bajó.

Entonces sintió el frio de la lluvia y el viento, y a lo lejos pudo percibir el ligero olor del pan recién horneado. Quiso sentarse bajo la lluvia y mojarse en el pequeño parque en el que estaba, pero a pesar de su deseo se retuvo pensando en la vergüenza que suponía que pensaran que era un loco o una persona muy tonta. Entonces recorrió un par de cuadras cuesta arriba y entró a una pequeña tiendecita que comenzaba a abrir sus puertas. En ese momento volvió a sacar la libreta de direcciones y notó que una gota había caído en la página marcada, y que la tinta estaba ligeramente difuminada. Por un instante creció en él la cólera de un niño cuando destruyen uno de sus dibujos pero luego se dio cuenta de que la dirección algún era legible: La Plata 378.

martes, 6 de diciembre de 2011

Kundera


"Esta parte de la historia podría servir de parábola sobre la fuerza de la belleza. El señor Zaturecky, cuando vio por primera vez a Klara en mi casa, se quedó tan deslumbrado que en realidad no la vio. La belleza formó ante ella una especie de cortina impenetrable. Una cortina de luz tras la cual estaba escondida como si fuera un velo."

El libro de los amores ridículos.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El burócrata entendido como escoria


No me voy a conformar. Si nací en un país de mierda, como de hecho lo es, eso no es pretexto para quedarme paralizado y mimetizarme con la hediondez a mis alrededores. Yo soy mucho más que lo que me rodea y parte de mi misión es hacer algo por que todo mejore. Porque te han vendido la falsa y puta idea de que todos somos así – la peruanidad la llaman - , de que es el sistema, que es irremediable. Eso no es cierto, porque somos cientos, miles, millones los que estamos hartos de cómo funcionan las cosas, con corrupción y componendas, y no nos vamos a conformar. Porque nos llega al pincho el inmovilismo traducido en conservadurismo y espíritu mercantilista, porque si no entendemos al individuo antes que el poder, perdón, si el “sistema” no lo entiende, pues tendremos que hacérselo entender nosotros (con la potencia de un grito salvaje y reprimido). Ya estoy harto de que me traten con dadivas y favores, que me digan que todo va a mejorar o de que lo que se necesita es tender puentes de dialogo. Se necesita que entiendas de una maldita vez que tu lugar como burócrata no es servir a ningún etéreo o inexistente “interés público” o “bien común”. Tu labor es servirme a mí que te miro con infinito desprecio, y a él, él, a ella, a ella, y a cada uno – perfectamente individualizado – de quienes llenamos tu despacho. No te tengo que agradecer nada, más bien tu deberías lamer mis zapatos por permitirte reptar un trabajo con mis impuestos. Si el Perú hoy, ahora, no entiende eso está destinado al fracaso. ¡Reacciona mierda!

domingo, 27 de noviembre de 2011

Paz perpetua


Eres extraña en muchos sentidos. Sabes cosas de la vida que solo se pueden saber con intuición, que no están en los libros de física, química o filosofía. Eres calma para quienes viven en un lienzo caótico de colores berrinchudos. Eres la paz del mundo que se desboca en sí mismo, eres millones de millones de contradicciones que conviven en un pequeño cuerpo. Eres el último bastión de la intimidad negada, la de la voz bajita. Tienes esa mirada que da certeza y calma corazones y es que en el fondo definirla es casi imposible. Se pueden usar metáforas por supuesto, y decir que aparentan ser dos profundidades abisinias escondidas en el fondo de una fosa oceánica, o podríamos cambiar las variables y decir que en el fondo tus ojitos esconden galaxias enteras en sus profundidades. Eres el cuento de un domingo de la abuela en el almuerzo, una narración exótica de madre a hijo, eres la tristeza y la alegría de mis días. No sé si lo percibes pero el tiempo se ha dilatado, una vida enorme reptando el mundo no tiene comparación con un día descubriendo tus contradicciones y certezas. Esta no es una carta ni un homenaje, pretende ser una descripción desordenada de variables aleatorias, eres una caricia maternal el día antes del final, eres todo y no eres nada, eres la promesa de un futuro y los temores de que aquel no exista. No eres cualquier paz, eres mi paz perpetua.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La utopía



Thomas Nagel propone la construcción de bases morales para la filosofía política basadas en el acto realista de desterrar la utopía para no pedir demasiado del altruismo humano. Desterrar la utopía. Solo pienso en una reacción a semejante sentencia, una sola de entre las muchas que significarían airados gritos desgarrados de furia infinita hacia Nagel. Pienso en Tomasso Campanella y en su “Ciudad del sol”, en la exigencia ética de altruismo y la construcción de la utopía. No me importa el contenido de la misma, me interesa la subversión simbólica en su contenido, el acto mismo de la escisión del sujeto observante en el crítico de la realidad y el que proyecta la potencia al universo paralelo. No creo que Campanella creyera en el potencial de devenir, de hacerse-ahí de su utopía, pienso en la molesta exigencia moral que la misma “en sí” misma significaba.

La primera vez que tuve entre mis manos el pequeño libro de Campanella lo comencé a hojear y me decepcionó la decreciente voluntad de leerlo a medida que saltaba palabras. Me achacaba a mí mismo la inconstancia de no haber entrado si quiera en la estructura lógica de la subversión que tenía entre manos, me achacaba el hecho de que muchos hubieran pasado antes que yo por ese pequeño librillo y lo hubiesen devorado desde el preciso instante en que se lo entregaba un bibliotecario desinteresado. Pensé en jóvenes que tropezaban con transeúntes por las calles mientras sus ojos fulguraban con la luz de la utopía que en sus páginas se construía. Pensé en los más audaces – ¡oh, los más audaces!, también y con seguridad los más obstinados – quienes ya estarían realizando vínculos con los diálogos platónicos y proyectaban sus próximas intervenciones en las clases de filosofía para cuestionar el sesgo de poder en la lectura del docente de la Republica, el Fedro o algún otro dialogo. ¿Por qué me habla usted del mito de la Caverna como símil epistemológico? Recupere usted la violencia de la obra política platónica, recuerde la utopía.

Pero entonces me obligué a mí mismo a terminar con aquel libro que tenía entre manos, y en efecto, la utopía penetro las conexiones neuronales e impregnó mi reflexión intelectual durante semanas y meses. ¿Era acaso la transgresión utópica la respuesta a la mediocridad de las exigencias morales de la nueva política liquida (Bauman)? ¿Era acaso la utopia la piedra filosofal de la teoría del todo que con belleza literaria había ironizado Pola Oloixarac en “Las teorías salvajes” (por demás manifiesto hipster de globalización universitaria)?
Pensé en los límites y peligros de la utopía. Y de pronto imagine las miles de vidas que no eran vividas en la mediocridad cotidiana. Si Nietzsche había matado a Dios, con el sadismo de la lógica pulsiva, no era para adormilarse en las estructuras de las estructuras de las estructuras sino para subvertir todo lo demás. Humanizar al hombre, desmesurar su lugar en el tiempo y el espacio y llevarlo a sus malditos límites. La utopía entonces ya no aparecía como el problema de Nagel sino como la posibilidad del dejar-todo-ahí.

Imagine a tía Zarzamora escapando de la casa del Cusco un domingo por la noche para enrolarse con los terrucos. La utopía, la maldita y puta utopía. A mi abuelo llorando a solas porque sabía que él hubiera hecho lo mismo pero que por tratarse de su hija había que maldecir al maldito comunismo-marxismo-leninismo. La utopía acrítica de los veinteañeros. La furia de los párrafos que se hacen versos para quien tiene por primera vez la potencia de la teoría política. Y entonces llega el punto en el que de nuestras vidas se desprende que la teoría ya no sirve más como utopía, que debe hacerse algo con ella si no queremos vivir de la frustración de la potencia regulatoria de la masturbación mental.

Entonces décadas después estaba yo a la salida de la biblioteca con el libro de Campanella a la mano. Pensando la utopía en términos de mercado, como la potencia de la comodidad de la vida de la que ya no se cuestionan los presupuestos. La utopía había dejado de lado su metáfora disruptiva para hacerse la pequeña personilla que se dirigía hacia mí, las manos me comenzaban a temblar. Era ella, utopía, transgresión política y pulsión primaria, mucho más cercana a la musa del Canzoniere de Petrarca. Entonces cerré el libro y lo guardé en la mochila.

Life as intellectual war


“Pese a la dislocación del sujeto que el texto lleva a cabo, hay una persona aquí: asistí a muchas reuniones, bares y marchas, y vi muchos tipos de géneros; entendí que yo misma estaba en la encrucijada de algunos de ellos, y me topé con la sexualidad en varios de sus bordes culturales. Conocí a muchas personas que estaban tratando de definir su camino en medio de un importante movimiento en favor del reconocimiento y la libertad sexuales, y sentí el júbilo y la frustración que conlleva formar parte de ese movimiento tanto en su lado esperanzador como en su disensión interna.”


Judith Butler.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Pastafarismo después de un año




Hace aproximadamente un año escribí un pequeño artículo sobre la importancia de la educación para la formación de ciudadanos críticos en el contexto de la democracia para la revista TXT. Para él, usé como ejemplo el debate que se produjo en Estados Unidos a propósito del debate entre creacionistas científicos – los voy a llamar tal como ellos se autodefinen, teóricos del Diseño inteligente – y aquellos que utilizan el método científico con rigor para plantear la imposibilidad de utilizar a Dios como una variable relevante para explicar la evolución.
Lo que intentaba demostrar en aquella ocasión era lo que de ideología tiene cualquier modelo educativo. En el fondo proponía que lo importante era dotar a los estudiantes de las herramientas necesarias para que sean ellos los que decidan en que creer, o de que convencerse.
Esa tesis sigue teniendo para mí la contundencia que tenía en ese entonces. Sin embargo, creo que fui injusto en el tratamiento que di a la teoría del Diseño inteligente en aquella oportunidad. Y ello partía de un error conceptual con trasfondo ideológico. Como muchos, mi formación estaba impregnada de escepticismo metodológico, y el enemigo natural de esta forma de pensar es, en países como el Perú (tan religiosos), la fe cristiana.
Entonces adhería a un darwinismo que ahora reconozco poco meditado. Porque no percibía la ideología detrás de la neutralidad de los términos científicos con los que se expresaban los neodarwinistas. Sin embargo mi postura no ha cambiado a una que adhiera a la teoría del diseño inteligente. Creo que es un facilismo explicar lo que no podemos explicar otorgándole una variable que escapa a la ciencia. El diseño inteligente tiene el gran problema – en sus versiones más pseudocientíficas – de reducir todo a una falacia: como no puedo explicar el porqué de toda mi crítica, la remito a un gran diseñador, cúmulo inexpugnable de eso que no puedo explicar.
Pero más allá de esta versión más bien grosera del diseño inteligente, la que con agudeza y humor atacaba Bobby Henderson y el “Pastafarismo”, hay una crítica consistente y repetitiva que desnuda las falencias del evolucionismo darwiniano y que goza de respeto en la comunidad cientifica.
Voy a resumir tres problemas identificados por Luis María Gonzalo, y que remiten a críticas formuladas por William Demski y Michael Behe:
1. Laguna de los pasos intermedios entre dos especies, que Gonzalo ilustra citando a David Kitts cuando señala que “La evolución requiere formas intermedias y la paleontología no las proporciona” . Lo que subyace en esta crítica al evolucionismo clásico es una divergencia entre los cambios que ocurren a nivel microevolutivo y los grandes cambios que suponen las nuevas especies.
2. La selección natural y el azar, por si solos no explican ni la evolución ni el origen de la vida. Para esta crítica, los escépticos del evolucionismo se valen de probabilidades matemáticas de contundencia irrebatible: el proceso ensayo-error necesario para desembocar en nuestra actual configuración evolutiva habría tomado mucho más tiempo del que tomó. Las estadísticas son contundentes.
3. El problema de la Aparicio del Homo rationalis. Aquí se reseña el asombro de la comunidad científica frente al fenómeno de la inteligencia. Parte de la respuesta a este problema debería explicar la paradoja de que el homo neanderthalensis tenía una capacidad de 1600 cc., mientras que el sapiens sapiens solo de 1400 cc., y aún así el que sobrevivió a la evolución y hay puebla la tierra es el segundo (creo que aquí hay variables alternativas que explicarían muy bien el problema como porcentaje de materia gris del cerebro, especialización de las células nerviosas, etc.)
4. El origen del hombre y el principio antrópico. Esta crítica suele formularse en términos muy parecidos a los de la segunda crítica. Las probabilidades matemáticas de que se genere un universo idóneo para la aparición de vida inteligente son tan altas que hacen sospechar que un simple proceso mecánico sea el responsable de la evolución.
Este es un debate que no está zanjado como solía creerlo, pero en todo caso solo refuerza el punto de lo que escribí en aquella ocasión. Solo conocer las posturas encontradas y acercarse a sus argumentos nos brinda la capacidad de elegir y convencernos. Por supuesto, cualquier postura tenderá a ser transitoria pues el proceso de aprendizaje es continuo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Amigos del colegio




Renato detesta contar historias, es una manía compulsiva que lo paraliza, que no le permite hablar de su pasado, ni de lo que siente, ni de nada. Bueno, también se traslada a su trayectoria académica. Puedo decir que es brillante, o que al menos lo era, antes de perder la cordura.

Se mudó hace 2 años a Lima y desde entonces solo lo seguí a través de una peculiar serie de sucesos. Yo trabajaba ya hace mucho en la ciudad, tenía un buen empleo y la verdad es que no me interesaba volver a Puno.

Creo que nos vimos un par de veces. Renato había alquilado un departamento en el Callao, frente al puerto. Más que un departamento lo suyo era un piso entero mohoso y húmedo, donde la madera crujía a cada paso. La verdad es que hacia un frio de mierda y el olor a mar era pertinaz, se abrazaba de nuestro olfato y no lo soltaba hasta ya estar muy lejos.

Renato había llegado a trabajar como profesor de matemáticas en una academia pre universitaria y en sus tiempos libres se dedicaba a caminar por el malecón y tomar fotografías. Las suyas eran más bien extrañas. No había belleza en sus encuadres, pero si profundidad, como si lo que estuviera retratado en sus composiciones fueran historias intrincadas y dolorosas.

Un tiempo después dejé de verlo. Le perdí el rastro porque cambio de número de teléfono. Era una de esas amistades descontextualizadas. Yo ahora tenía un buen trabajo, era un joven abogado que progresaba en el aburguesado estándar de la buena vida limeña. Él en cambio era un paria, el huevon del cole que vivía frente al mar en un piso tétrico.

La cosa es que por azares de la vida tuve que hacer unos trámites en la comisaria del Callao. Un abogado viejo del estudio había abaleado a un pandillero en el Callao. El viejo de mierda estaba borracho y había creído que el pobre pastrulo le quería robar. De pronto saco la pistola que llevaba en el cinto y disparó con una precisión poco usual para un decrepito con Parkinson como él. Como sea le reventó el cráneo. Los pedazos de hueso, sesos, sangre y carne estaban reventados contra la pared detrás de la escena. Mi trabajo era borrar los rastros, hablar con la policía, invisibilizar el hecho. Ningún abogado importante de un estudio importante había matado a nadie. Ningún amigo cercano del ministro de justicia y del presidente iba al Callao a conseguir drogas y se le había pasado la mano. No, eso no era cierto.

Entre los papeles de la comisaria encontré varias querellas y denuncias contra Renato. En una de ellas denunciaba que estaban robando su casa. Que dejaba cosas en un lugar determinado y que cuando volvía en la mañana no las encontraba o que simplemente estaban en otro lugar. Sonreí. Era lo que faltaba. El cabron de Renato había terminado de enloquecer y ahora deambulaba por las calles golpeando gente y haciendo denuncias. Caminé casi por inercia a su casa y sin recordarlo muy bien llegue a estar sentado en un maloliente sillón, con un vaso de cerveza en la mano y un pan recién horneado con mantequilla.

- Huevon no estoy loco. Me están robando, pero luego me devuelven las cosas.
- Siempre has tenido una mala memoria, estas olvidando donde las dejas las, eso es todo.
- Por las noches escucho ruidos y siento que me miran. Como si se escabulleran en mis sabanas y me miraran toda la noche, casi siento su respiración.
- ¿De quién?
- De él o la hija de puta que me roba cosas. Debe estar enfermo…
- Es hora de irme, busca un trabajo. Estas hecho mierda, flaco, barbón, loco.

Salí de su piso y me fui de ahí fumando, el Callao era uno de los pocos lugares con anarquía apacible que quedaban en Lima. Uno podía hacer lo que le venía en gana, desde matar fumones hasta desaparecer del mundo, y de tanta anarquía uno se quedaba paralizado. Cuando se sabe que uno tiene tanta libertad desaparece la pulsión de transgredir, y entonces la madera del puerto se enmohece y escuchas las conversaciones de las casas de La Punta toda la tarde, y puedes fumar uno, dos, tres, dos cajetillas de cigarrillos sin adquirir noción alguna del tiempo.

Renato compró cámaras para su piso y me llamó para que lo ayudara a colocarlas. Matilde me advirtió de que me alejara de ese amigo extraño que tenía, en el fondo sus temores se fundían con el desprecio, cuando uno progresa no puede quedar rastro de la vida sucia, de los bares al frente de la universidad ni de los amigos extraños. Aun así ayudé a Renato. Tenía unas ojeras enormes y me hablaba de sus sueños estas últimas semanas. Sentía que le susurraban cosas al oído en las noches, que lo masturbaban y lamian mientras él no se podía mover. Por un segundo imagine un espectro cachondo que quería follárselo pero que había olvidado su ausencia de sexo, ya era etéreo. Las almas no tiran, no pueden hacerlo…

Comimos en una cevichería sucia cerca del muelle, nos quedamos hasta las seis de la tarde tomando cerveza y hablando de los amigos de Puno. Muchos de ellos seguían allá, habían anclado sus vidas y seguro les iba bien. Ni yo ni Renato los veíamos hace mucho tiempo. Recordamos los millones de mataperradas de la adolescencia y nos cagamos de risa. Renato no estaba loco, solo que su vida era una mierda. Como pudo ser la mía en un tiempo y como la de miles, millones de limeños.

Volví a casa ligeramente ebrio, Matilde se había ido a una reunión con amigas. Me senté en el respaldar de la cama y me quede dormido. Soñé miles de cosas, soñé que un tsunami en el lago ahogaba a todas las personas que conocí en esos años, vi como mi casa se destruía e imagine ser el único superviviente. Casi sentí el mismo olor mohoso en la ciudad derruida, y de vez en cuando reconocí algún cadáver con los ojos abiertos y los huesos destruidos por la fuerza de la embestida. Soñé con los que escapamos, en nuestras batallas por ser nosotros mismos.

Al final estaba yo frente a un espejo y simplemente no reconocía esos gestos, detestaba al imbécil que se miraba con una sonrisa altiva pero a la vez sentía cada músculo de ese rostro, sentía la presión exacta que conforma esa sonrisa falsa. Y desperté.

Por la tarde volví al piso de Renato pero no había nadie, deambule por las calles y aproveche para preguntar cómo iba el asunto del socio del Estudio. Unas dos cuadras antes de llegar vi a Renato. Estaba pálido. Lo acompañe al piso y encendió su viejo televisor, conectó un aparatejo arcaico a la pantalla y vi las grabaciones sucias, borrosas de las cámaras que instalamos hacía unos días.

De pronto la vi. Era una mujercilla delgada y pálida. Salía de una falsa puertita en el piso de la sala de Renato. Estaba descalza. Tenía unos gestos extraños, solo miraba el piso durante varios minutos. Luego se acercaba a la mesa de la sala y cogía las llaves, las miraba durante un rato y las guardaba. Luego abría la refrigeradora y tragaba con voracidad unas galletas que Renato había dejado hacía más de una semana. Sentí vértigo, mis piernas comenzaron a temblar. Ella se dirigía a la habitación.
Si se ensayaba precisión para escuchar, podías percibir el crujido de la madera y los sonidos de los perros de la calle en una pelea por el liderazgo o por comida. La mujercita se sobresaltaba por la bulla allá afuera y se acercaba a la ventana, luego seguía su camino. Ahí teníamos un punto ciego, no sabemos que más paso esa noche salvo dos horas después cuando la mujercilla regresaba a su hueco en el piso y amanecía una hora después.

jueves, 20 de octubre de 2011

Más de las cuatro

Hoy tengo que escribir de adentro. Como dicen, de adentro para afuera, visceral, sacamierdero. Creo que es así. No, tal vez así suene duro, hostil, demostrativamente oscuro.

Me importa un comino. Hoy voy, tengo (tengo) que escribir de dentro hacia fuera. Sobre los miles, millones de gigantes de un solo ojo y tentáculos que anidan mi cerebro y lo carcomen, y se alimentan de la materia ahí presente, neuronas, conexiones neuronales, transmisiones eléctricas nerviosas, materia e ideas, todo. Incluso de mis nociones de tiempo y espacio, de mi individualidad, de lo que esencial (ontológicamente) soy. Me devoran y se cagan de risa.

Están ahí los muy (magnánimos) hijos de la gran puta y no puedo sacarlos. Ni con Wagner, mucho menos con métodos de hipnosis avanzada o con mentiras republicanas para consumir los días en que no hay universidad en las mañanas, ni si quiera con el mejor producto de Quality Products.

Tienen aspecto enfermizo o más bien decadente, pero aun así una belleza aristócrata-republicana. Son las historias de mi abuelo condensadas en la desproporción grotesca que nunca quise aceptar. Se colocan entre los márgenes craneanos y desde ahí golpetean las paredes de mi cordura haciéndome cada segundo un poco más demente que el anterior.

Rasquetean el tapizón al costado de mi cama y se ríen de la cara paranoide que dibuja la conjunción de mis labios y mis ojos alineados en un ángulo perfecto para retratar el miedo y desconcierto. Es por eso que hoy, lo siento, tengo que escribir desde dentro hacia afuera, para que se busquen un nuevo lugar. Porque con la descripción de sus anatomías fantásticas, ellos se diluyen en ideas pervertidas de mi cerebro cada vez más enfermo. Ya se van y yo con ellas.

sábado, 1 de octubre de 2011

Tíbet


Que hasta el culo,

Te comunico que me voy al Tíbet por decisión propia. No es que me haya salido una nueva chamba, esa con la que soñaba poniendo cara de idiota, para conocer el mundo más allá de sus límites – recomiendo revisar la Biblioteca de Babel, Borges cagaría mis frases en una, con su lirismo altivo y brutal, descomunalmente culto - ganando algo de dinero y viviendo la fantasía del que hace algo por el mundo.

No, me voy porque me he hartado, de ti, de mí, de nosotros. Nosotros. Imposibilidad epistemológica construida de una hipotética construcción intersubjetiva elevada al nivel ontológico, nosotros, decir que en esencia somos inescindibles. Gran mentira, gran fracaso, eso no es amor, el amor no existe.

Me largo al Tíbet porque ahí me lo van a recordar, creo. Dicen que los monjes son buenos desahuevándote, aunque en Home and Health los veas recontra espirituales y mainstream haciendo yoga y comiendo verduritas saltadas.

Eso no es lo que busco. Para eso te tengo, tengo a Lima. A la Lima wannabe, yo voy a que me destruyan, me hagan mierda y solo así reconstruirme. Adiós.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Palíndromos.

Átale, demoníaco Caín, o me delata.
Julio Cortazar.

En número capicúa no es más que una especie de palíndromo. La afición de Daniel por ellos comenzó a su ingreso a la universidad Católica, cuando un reto para los cachimbos del primer ciclo incluía presentar un boleto de bus con un numero capicúa. Magdalena, la delegada del salón de cachimbos había resuelto el problema escaneando con destreza uno de los boletos del bus que recorre toda la avenida Arequipa y llega hasta el parque Kennedy en Miraflores, y colocándole una serie de números que, en su composición, formaban un capicúa, 517715.

Aun años después Daniel recordaba dicha combinación con demasiada insistencia. Trataba de reconocer un plan secreto de Magdalena detrás de esa aparente elección azarosa de cifras. Tal vez había estructurado un complejo juego de simbolismos que deparaban placeres intelectuales sin igual a quien los descubriera. Tal vez y la respuesta a todos los secretos de la vida y la muerte se encontraba en ese muestreo aleatorio de cifras. O tal vez no, de hecho eso era lo más probable.

Pronto Daniel amplió sus objetos de investigación y ahora buscaba clasificar a los capicúas en distintas especies y jerarquías. Le atraían de manera especial aquellos en los que se repetían las cifras varias veces para la conformación final. De entre ellos le gustaba el 999 porque le parecía un satanismo velado por el juego del espejo.

Pronto los números resultaron insuficientes y era necesario encontrar nuevas e infinitas formas de expresión con las palabras. Daniel discutió con Augusto, un buen amigo que estudiaba literatura, sobre la posibilidad de construir narraciones palíndromas con un valor literario respetable. Augusto discrepaba, para él el valor de la escritura se encontraba no tanto en el artificio estructural escogido sino en el contenido, pero para Daniel ambos conceptos se encontraban indisolublemente entrelazados de tal manera que construir un cuento palíndromo era un imperativo de estética literaria.

Daniel pensó en expandir los límites del lenguaje llevándolo hasta el borde del absurdo. Ideó narraciones secretas escondidas en una lectura que solo considere una cada cuatro o cinco palabras, de tal manera que haciendo esto se llegue a una historia con un final completamente distinto al de la misma leída de manera simple.
Pensó en cuentos que pueden ser sometidos a relaciones de copropiedad porque contienen en realidad una serie duplicada de narraciones, unas en la primera mitad de cada hoja y otras en la mitad inferior, además de la narración leída de manera tradicional en toda la hoja. Pensaba que de esa manera el literato hacia una deferencia para con su público al regalarle en realidad tres cuentos en donde solo debía haber uno. Por supuesto, todos estos eran juegos de finura. Jamás Daniel se atrevería a revelar las estructuras secretas de sus narraciones a los novatos.
Cuando conoció a Matilde encontró en ella a la admiradora soñada de sus pretensiones literarias. Ella misma había desarrollado una afición escurridiza por los números capicúas, de tal manera que sostenía en su memoria, con todas sus fuerzas, el recuerdo de indescriptible felicidad de la primera vez que recibió un boleto capicúa en los enormes y viejos buses que recorrían toda la avenida Brasil cuando era niña, 617716.

Pero había algo que a ella le disgustaba de los capicúas de seis cifras de los boletos de autobús, y era la necesaria repetición de la cifra central, 77 en el caso de su primer capicúa y que solo desaparecía con aquellos impares que no existían en el transporte público. Le parecía un rasgo tosco y que hacia demasiado evidente el juego de la vista para identificar a los capicúas.

Por esa misma razón despreciaba la facilidad de los capicúas compuestos por 8 y 0, porque era simple la lectura e identificación de las cifras. Prefería aquellos números con algún 7 o 9. Y de entre todos los números, definitivamente el 9 era su favorito. No es cierto, el 9/6 era su favorito porque era un número de identidad andrógina e indefinida, sexualmente 9 pero con la posibilidad de desempeñar un rol de género como 6 y viceversa.

Matilde no encontraba mayor placer en otro tipo de palíndromos. Cuando Daniel le hablo de aquel que construyo Julio Cortázar alguna vez, ella rápidamente paso a otro tema relacionado a la arquitectura secreta de las estructuras numéricas.
Y es que ella admiraba a las ecuaciones por su poder simbólico más que por su reto intelectual. Solía navegar por internet para buscar ecuaciones retorcidas de belleza indiscutible.

La arquitectura secreta del tiempo debía depararles una vida juntos, compartiendo la afición por el ejercicio de ir y volver y leer lo mismo, interpretar lo mismo o entender lo mismo. Y es por eso que en la muerte de Daniel, busco Matilde una vuelta a los primeros instantes, algún detalle se le debía haber pasado por alto y por eso no pudo predecir el día, hora y lugar de la muerte de Daniel y poder despedirse.
Cuando el teléfono sonó y le dijeron que Daniel había sufrido un paro cardiaco en el tribunal en el que trabajaba, Matilde sintió un horror profundo producto de no poder describir y antelarse a los juegos del tiempo que debían ser como los números capicúas.

Reviso las cartas juveniles que le enviaba Daniel, todas con originales juegos narrativos que terminaban en el punto de inicio pero en ninguno se hacía referencia a la antelación de los sucesos futuros. Daniel, tanto como ella, a pesar de tantos esfuerzos no había podido llegar a una solución sobre la pregunta crucial de todo número capicúa.

Pero mientras iba a la casa de la hermana de Daniel, tanto tiempo después subida en un autobús por su estado nervioso crispado, notó que el boleto de la ruta que iba desde Miraflores hacia Lince por la avenida Arequipa tenía el número 517715. Por supuesto, esto no la sorprendió porque para ella este número, a pesar de ser un simple capicúa, no representaba nada más.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Aerolito


Agrupo las estrellas en parejas para identificarlas más fácilmente. Es un hábito extraño para el común de especialistas, quienes tienden a buscar figuras imaginarias construidas del infantil ejercicio de unir puntos en el espacio. Buscan constelaciones.

Mientras intento buscar una razón para dicha manía – y pienso en las historias sobre los amantes de Platón – veo con pánico y luego resignación que solo quedan dos cigarrillos en la cajetilla que compre hace tan solo un par de horas. Pronto se terminarán y deberé seguir mi camino. Ciertamente extrañaré la inusual comodidad de esta piedra con complejo de sillón en la que me encuentro sentado.

Veo claramente las luces del puerto y ensayo nacionalidades para los marineros al interior de los enormes barcos que iluminan el mar. ¿Sera cierta la fama de Donjuanes de los marineros? Por el bien de los mitos urbanos espero que así sea.

Veo también – privilegiada vista – las casas que se agrupan embutidas debajo de la colina. En una de ellas crecí yo, ahora la reconozco claramente a pesar de que no hay ningún detalle que la diferencie de las demás. Es tan grande, de belleza tan discreta y de colores tan sobrios como las demás, son como animalillos idénticos y temerosos.

Las luces de lo que solía ser la habitación de mis padres están prendidas y dentro creo reconocer el perfil de un niño que salta en su cama. ¿Hace cuánto yo vivía ahí?, debía ser hace unos 15 años, cuando era un niño de escuela primaria.

Casi siento la presencia de mi hermana con la cara pintada mientras ensaya la voz de un corsario británico para jugar a los piratas. Sonrío. Que pretenciosos que éramos para ser tan pequeños. Mientras otros mocosos jugaban a las guerritas entre Perú y Ecuador, nosotros jugábamos a los piratas contra los corsarios o al obrero Petrov contra los sucios hombres del Zar ruso, ambos juegos aprendidos de los viejos libros de mi abuelo el comunista.

Hace cuánto y hace cuan poco que fue eso.

De pronto veo una luz que cae del cielo a una velocidad imposible para cualquier artilugio humano y un sonido seco que nadie en la ciudad ha percibido. Ha sido un instante peculiar que no quedará registrado en ninguna cámara o si quiera memoria colectiva así que lo más heroico que se me podría pedir es investigar los hechos a fondo.

Pero mientras caminaba hacia el lugar del impacto – donde creía que había caído ese extraño objeto – recordé la razón por la que había comenzado esta caminata. Uno nunca sabe cómo la mente lo va a hacer divagar entre cientos de temas en una caminata de noche oscura así que es necesario anclarse en un pensamiento que, llegada la hora, le recordará al caminante quien es y que hace en medio de callejuelas solitarias. Sin aquellos anclajes con la vida cierta es muy probable que entre en una casa desconocida, con gesto de desconcierto al ver que aquellos muebles no son míos, que la mesa de madera antigua y ruidosa no es la mía, que esa niña pequeña que colorea un libro de dibujos japoneses no es mi hija. Sin el motivo para iniciar la caminata cifrado en un recuerdo exótico creería que la casa debajo de la colina en la que un niño salta en su cama sigue siendo mi casa, y que mis padres están muy preocupados por lo tarde que es y porque aún no he regresado. Caminaría distraído contando las monedas de mi bolsillo para lograr con sufrimiento comprar una entrada para el viejo cine que pasa tres películas por el precio de uno. Sin saber que ya he crecido y que estoy recordando algo de aquellas épocas me sentaría en la acera frente a la casa de Matilde a esperar que ella salga con su madre a la misa de las seis de la tarde. Si ahora hiciera esto la pena y el vacío – hoyo más propiamente, como una abertura infinita dentro de los órganos que nos dan vida – me abrazarían con el contar de las horas. Matilde no saldría a las seis, siete, ocho…

Pero ya sé que ella no va a salir y es en este punto, paciente lector, en el que comentare la historia en la que anclo el inicio de mi caminata. Como todas en estos tiempos tiene que ver con Matilde y las seis de la tarde, con estar otra vez en la pequeña ciudad del puerto y ver las casas embutidas e iguales entre sí.

La historia no es una historia propiamente pues no consiste en una introducción a los hechos, un desarrollo o nudo argumental y un desenlace de aquellos que dejan a un espectador o lector sin aliento, es simplemente una historia lineal y común. Vernos a los dos sentados en la vereda frente a su casa exactamente a las cinco y cuarenta de la tarde. La madre de Matilde volverá del trabajo en cinco minutos y dejará su bolso rápidamente. Llamará por toda la casa a su introvertida hija y la encontrara entre libros de cuentos escritos en francés mandados por el padre marino desde las lejanías africanas.

Matilde fingirá que la tarde se le paso volando y que los cuentos le han enseñado tantas cosas que es difícil recordarlas en un instante. Pero eso ocurrirá a las cinco y cincuenta cuando la madre entre en la habitación de Matilde porque ahora, en el tiempo de la historia que les vengo contando – ella está sentada conmigo.
Mi casa se encuentra a unas cuatro cuadras y en esa dirección podemos sentir el olor del pan recién horneado. Matilde esta callada mirando una piedrita entre sus zapatos de charol. Yo espero algún comentario decisivo para marcharme y mi ansiedad en la espera se hace cada vez más evidente. Mastico la piel que rodea mis uñas y muevo las piernas de manera nerviosa y arrítmica.

En ese momento ella voltea la mirada y la historia termina dejando una enorme sensación de anacoluto que espero compartir contigo lector. Por eso tomo una casaca negra del armario del hotel y salgo apresurado a caminar por las calles. Los negocios se han pospuesto por unos días porque los contratos que debía firmar se han entrampado en nuevas negociaciones.

Es ahí cuando compro la cajetilla de cigarros que abría de depredar con velocidad de adicción. Paso fuera de la casa de Matilde y veo una bella cerca nueva de color blanco. Un petiso corre hacia mí y ladra con potencia inusitada para la ridiculez de su físico pero basta para que me rinda y acelere el paso.

Las historias se entremezclan y ahora que me alejo hacia la acera del frente de la casa de Matilde la veo saliendo con su madre y son las seis en punto.
Es una pequeña de belleza elegante. No es precisamente deslumbrante pero es imposible escapar a la profundidad de sus ojitos. Podríamos decir que es una niña risueña y yo un pequeño triste. Se marcha de donde estoy cantando una de esas melodías patrióticas que nos hacían cantar en tiempos en los jardines y primarias.

Luego estoy sentado en una piedra tan cómoda como un sillón y veo un bólido en el cielo que revienta contra la tierra en una explosión que toda la ciudad ignora. Ahora me dirijo al lugar de la caída haciendo esfuerzos agotadores por recordar la melodía que cantaba Matilde mientras se alejaba de la piedrecilla que había estado entre sus zapatos.

Veo una luz azul tenue a medida que me acerco al lugar del impacto y una música extraña proviene desde el fondo del cráter formado alrededor de un pedrusco negro.
Ese es el color del cabello de Matilde la tarde de la historia y esa es la melodía que ella canta con tanto vigor

“…con la sangre y el alma pinto los colores de mi pabellón…”

Ese soy yo sentado con la pierna nerviosa y una lagrima que cae presurosa de mis ojos. Esa es la piedrita negra que Matilde veía mientras estábamos sentados, la que estaba entre sus zapatitos de charol. Esa piedrita es esta y ahí estamos.

jueves, 18 de agosto de 2011

Old men


Daniel se refería a él como un “gran hijo de puta”, el que había engañado a su madre cuando él apenas entraba a la secundaria. Sin embargo no podía evitar temblar y sentir su piel helada. Su pecho saltaba con una intensidad inverosímil y pasaba la saliva desde su boca hacia la garganta con una dificultad insoportable. Su viejo lo esperaba en un autoservicio de la panamericana sur, el que estaba a la entrada de Asia a las once de la noche. Lo reconocería por la evidencia de la edad, la soriasis y un saco de gamuza color tierra. Se puso a pensar ¿Cuántos hombres vestirían sacos de gamuza? ¿Cuántos de ellos, además, serían tan o más hijos de puta que su viejo?

Era una manera de pasar el tiempo, pensar en esas coincidencias absurdas que abundan en la existencia, o, como pensaban algunos autores de los que había leído, tal vez no se trataba de coincidencias sino del entramado intrínseco del mundo, una red de raíces que se extiende de tal manera que muchas de sus manifestaciones pertenecen a lo que estúpidamente – ignorancia, maldita ignorancia – llamamos coincidencias.
Matilde sostuvo la mano de Daniel con fuerza y le provoco ternura la frialdad de su piel. Pensó en su vida antes de conocerlo, de las noches llorando en el baño mientras abría la ducha en una técnica aprendida de una de esas películas de Hollywood. Pensó en la extraña sensación que sentía en el pubis cada vez que quería orinar por las mañanas, de su deseo por perpetuar esa agradable tortura, tal vez lo amaba ¿lo amaba?, concepto tonto, grandilocuente, de fonética dolorosa y pretenciosa.

Daniel giro a la derecha hacia el final de la calle y se internó en la autopista al sur. A ambos lados de las vías se veían enormes carteles publicitarios de cigarros y cervezas. Matilde pensaba en un enorme pene que aplasta al género femenino y convierte a las mujeres en instrumentos del consumo y engranajes del mercado. La vedette más promocionada del momento tenía dibujado el logotipo de la empresa cervecera en las nalgas y una frase complementaba el aviso en la parte inferior. Desde donde estaba, en el sitio del copiloto, Matilde no logró distinguir la frase pero imaginó, en una suerte de ejercicio mental ciertamente divertido, cientos o miles de lugares comunes de la falocracia moderna. “Mamita”, “ricurita”, “bombón”, “flaquita”, “cuero”, “lomo”. Eso. Lomo. La cosificación final. Los placeres de la alimentación voluptuosa y la fugacidad del apetito en el intervalo que termina con la saciedad. El mercado en una frase. Lomo, lomaso, ven que te cómo y cuándo te termine fuiste, ya no eres, ya no existes.

En ese espacio de tiempo Daniel había estado buscando en el dial una radio que tocara alguna canción de Soda Stereo. Quería imaginar que ya que haría el sacrificio de ver al hijo de puta de su viejo, Ceratti reviviría esta noche y acompañaría su sacrificio por los padres e hijos enfrascados en relaciones disfuncionales. Fue en vano. La radio turnaba los alaridos de la faraona de la cumbia y las plegarias afiebradas de un predicador apocalíptico. Reza Daniel, reza que el mundo se acabará mañana.

- No llores huevon
- No es nada, es que me entró algo al ojo.
- Ja, no seas tonto. Mira la pista y piensa en otras cosas. Sera rápido, lo vemos, lo saludamos, le decimos que nos vamos a casar y nos vamos, y si quieres nunca más lo vemos.

Todos tenemos todos los datos de todas las historias del mundo. Es decir, tenemos la imaginación suficiente para recrear las historias hasta en sus detalles más nimios. El problema está en construir la historia adecuada con los datos de que disponemos.
Daniel había escuchado ese razonamiento en algún lugar alguna vez, pero no recordaba ni en donde ni cuándo. Había vivido la historia y aun así no podía recrearla en su mente. ¿Qué fue de su papa? ¿En qué momento lo comenzó a odiar?

Cuando conoció a Matilde ya odiaba a su viejo. En realidad odiaba cualquier cosa que se adecuara al rol familiar del padre. El suyo había abandonado el hogar cuando Daniel entraba a la secundaria y antes de irse grabó una frase de esas que se adhieren a la mente de los muchachos adolescentes como un crustáceo parasitario. Y aun así Daniel la había olvidado, al menos literalmente. Le había dicho que nunca seria nadie, que su vida sería un fracaso, como la de él. Y luego se había intentado levantar del sillón aplastado por su peso y había rodado por el piso tapizado hasta golpear la pata de la mesa y quedarse dormido luego de un par de interjecciones.
A la mañana siguiente despertó con una resaca pertinaz y densa, dijo que iría a la farmacia y no volvió más. Durante un tiempo, Daniel lo debe confesar, el sintió calma y paz. Se había ido, el magnánimo, magnifico y paquidérmico hijo de puta de su viejo se había marchado para no regresar. Había miles de hogares que funcionaban sin padres y lo hacían muy bien, la vida era dura y había que adecuarse a lo que se tenía.
Doña teresa, su madre, había llorado mucho. Matilde la entendía. Matilde tenía un instinto maternal – lo que quiera que eso signifique – ampliamente desarrollado. Podía encontrarle dulzura a un bebe bocón con olor a orines y con mocos que le colgaban de la nariz. Pensaba en todo antes de que si quiera uno pueda imaginar las disparatadas situaciones que terminaban ocurriendo. Una vez había llevado repelente para mosquitos a un viaje a la sierra y el auto se había estropeado en un infernal valle interandino de millones de insectos fructíferos. Así era ella, una condensación de lugares comunes sobre la mujer. Y amaba y detestaba serlo, porque se amoldaba a los patrones de género claramente establecidos. Era chica, era delicada, era frágil y de belleza etérea. Carajo, etérea ¿Qué coño es eso? ¿Y dónde está lo viril, lo “queer”? ¿Lo que hacía que la performance de género de Matilde fuera no femenina ni masculina? Tal vez, y le gustaba pensarlo así, era su especialidad en teoría sociológica de género o sus amistades “open mind”. Encontrar un modo de vida no estereotipado en esta ciudad era difícil pero ella se esforzaba y, al fin de cuentas, se sentía a gusto la mayoría de las veces.

Doña Tere se había acostumbrado a la ausencia del “hijo de puta” y había construido un hogar estable en base al rigor de los permisos nunca otorgados y la exigencia de excelencia académica. Logró criar, entre cuchicheos y chismes, a sus cuatro hijos consiguiendo que todos llegaran a la universidad, y ahora vivía plácidamente con una de sus hijas en Miami. De todos, al que menos entendía era a Daniel. Y aun así lo amaba. Tal vez porque le resultaba enigmático e incomprensible y porque sus silencios y mirada triste le enternecían.

Daniel pensaba en eso como en su encanto. Un encanto estúpido, se reprochaba a veces, pero fue lo que hizo que Matilde se fijara en él al fin de cuentas.
Tres años después del abandono y mientras fumaba hierba con su primera enamorada Daniel vio a la silueta fugaz de su padre en un suburbio de la ciudad, entre basurales y casuchas con olor a humedad. Estaba enjuto y con una barba canosa de mal aspecto. Él lo vio pero el viejo no vio a Daniel, y al verlo este palideció. La noviecita pensó que era por la hierba e intentó hacer que deje el porro y camine un poco. Desde entonces escondió el secreto celosamente pues temía que su madre buscara al viejo en ese peligroso suburbio. Además ¿Qué hacías ahí Daniel? ¿Con quienes te juntabas que vivían en esos lares de ciudad? Lo mejor era esconder el secreto como una historia que con el tiempo se tornaría mítica e increíble “¿Tu papa?, no hijo, él se fue con una puta chilena cuando apenas comenzabas la secundaria” había que creer eso, había que vivir en esa idea. Tu viejo, aun gordo, obeso, se había escapado con la puta barata esa, la que hablaba con dejito cantado y olía a perfume de imitación.

- ¿Quieres comer algo?
- No, ya nos falta poco, mejor seguimos en camino.
- Pero tenemos tiempo, estamos temprano y estas que te mueres de frio.
- En serio, no te preocupes ¿No tenías un chocolate en el bolso?
- Si, toma.

El papa de Matilde murió tres días después de su graduación así que, en cierto modo, era un padre afortunado. Había logrado ver a su pequeña Mati con la toga y la medalla de graduación, recibiendo un diploma a nombre de la nación. Raúl, su papa, había llorado de la emoción y tres días después el pacto con la existencia terminó. El cáncer lo había perdonado un par de años pero las expectativas habían mejorado justo antes de la muerte. Matilde pensó en esas tantas historias que hablan de la leve mejoría antes de la muerte, una suerte de gracia divina final.

Daniel le recordaba mil cosas de su papa. Era también tímido, callado, le gustaba leer. Cuando estaba de buen humor era bromista y siempre cariñoso. Aun en sus silencios. Aun en sus momentos hostiles ambos despedían un aroma melancólico que incitaba a besarles la frente. “Si algún día descifran los sentimientos seguro la melancolía tendrá el olor de mi papa” pensó Matilde. Las manos de Daniel seguían heladas pero por lo menos ahora comía un chocolate triangular con una lentitud exasperante.

Los carteles se sucedían con mayor espacio mientras avanzaban los kilómetros, y una neblina baja entrampaba las curvas de la pista. Era mitad del invierno y desde que salieron de Lima había estado garuando. Daniel sentía que el carro resbalaba en cada giro que realizaba y los ojos se le comenzaban a cansar por el esfuerzo. Asia, 10 kilómetros.

- Ya estamos llegando, ¿no estés nervioso si?
- No te preocupes.

La beso en la frente para calmarla. Porque sus nervios eran ahora también los de ella. Estaba enamorado. Recorrieron 8 de los 10 kilómetros en pocos minutos porque la carretera era recta pero al final se sucedían dos pequeñas curvas que fueron especialmente dificultosas por el terreno. A los costados, míticos fantasmas de tamaños inverosímiles extendían sus perfiles por decenas de kilómetros y poco a poco se divisaban más luces del balneario.

- Ya llegamos ¿Cuál es el grifo?
- Creo que es el de allá al fondo

Daniel sintió palpitaciones más fuertes y creyó que amaba a su padre. Lo vio con un polo blanco sosteniéndolo mientras Daniel creía que estaba nadando. Lo vio enseñándole a jugar ajedrez, lo vio cargándolo al lado de la cuna, en el primer día del nido, amenazando al bravucón que le quitaba los almuerzos. Pensó en la puta inexistente que le había quitado a su viejo y pensó en el hombre de los arrabales con la barba larga y el cuerpo magro. Pensó en Doña Tere y los vio a ambos por el retrovisor, sosteniéndolo de las manos y cargándolo hacia alguna diversión en uno de los tantos circos que llegan a Lima en fiestas patrias. Amaba infinitamente al hijo de puta que estaba por reencontrar y pensó que Matilde celebraba todo el amor renovado que profesaba por su viejo. Matilde hacia ademanes desesperados con las manos mientras una infernal sirena comenzó a inundar como sangre espesa los pensamientos de Daniel. Nunca volvería a ver al hijo de puta de su viejo porque esa bestia de la sirena ruidosa estaba a punto de destrozar el Toyota Corolla que conducía Daniel. Matilde se salvaría porque su ubicación era idónea, su las milésimas de segundo se pudieran extender por horas le explicaría con lujo de detalles todo el monologo que tendría que decirle al viejo, pero no había tiempo para tanto, ni si quiera para un último beso en la frente antes de la embestida.

martes, 9 de agosto de 2011

El libro de los suicidios


“Hay muchas hierbas que administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte”

Umberto Eco, En el nombre de la Rosa.


[“¿Ha tratado usted de reflexionar sobre su caso?”
Silencio.
“¿Por qué con veintidós años se desencadena en usted esta violencia? Tiene usted que hacer un esfuerzo de análisis. Es usted quien tiene las claves de usted mismo. Explíqueme”
Silencio.
“¿Por qué reincidiría usted?”
Silencio.
Un miembro del jurado, toma entonces la palabra y exclama: “Pero bueno, defiéndase usted”]

Michel Foucault, La evolución del concepto de “Individio peligroso” en la psiquiatría legal del Siglo XIX.



El libro de los suicidios, finura bibliográfica que encontré entre los pasillos de la vieja biblioteca nacional, recoge en cuatro volúmenes de exquisita conformación y acabados las muertes más extravagantes y angustiosas de la ciudad de Lima. Es curiosa la manera en la que llegue al libro, haciendo averiguaciones sobre un criminal que se valía de reportes antiguos de la policía y de viejas noticias policiales de los años veinte y treinta para recrear las escenas e ir armando un argumento que se suponía debíamos descifrar. Bueno, debo confesar que desde el inicio no tuve la menor intención de informarle a la policía sobre el refinado método del asesino, preferí guardar tamaño placer para el ajedrez mental que veníamos jugando.

Logre anticipar tres de sus actos entre el verano y el invierno de 1993. Los mismos reproducían las escenas de suicidio de un mago turco itinerante que en el año 1922 había llegado a un teatro del Rímac para presentar un inédito show de ilusionismo. Mientras intentaba ser sepultado vivo, tomó una pastilla con veneno de serpiente líquido y murió antes de salir a la superficie, por lo que durante mucho tiempo se pensó que el hombre había fallado en el intento. La segunda escena que pude anticipar fue la de un obrero del Cercado de Lima que murió en el año 1935 mientras escuchaba un programa cómico en la radio. Las primeras noticias daban cuenta de un fallo cardiaco debido a que el hombre no había parado de reír durante aproximadamente una hora. Luego se supo que mientras reía había logrado cortar las venas de su muñeca con un pequeño cuchillo que traía en el bolsillo, y la cercanía de la muerte le había producido carcajadas de locura. Sus compañeros lo recordaban como un hombre valiente y con una tendencia peculiar a tratar temas escatológicos en las horas libres en que jugaban a las cartas. La tercera escena no calificaba exactamente como un suicidio, sino como un accidente, pero igualmente el libro le dedicaba una página que no detallaba el año ni el nombre de la víctima. Solo se citaban testigos que decían conocerlo y saber que era cajamarquino, de aproximadamente 32 años, casado y con dos hijos. Se dedicaba al incipiente negocio de la pirotecnia y tenía un taller en La Victoria. Con las cercanías del aniversario de Lima se le había encargado la elaboración de un castillo de fuegos artificiales, y aprovechó la ocasión para poner a prueba su nueva invención, un cohete humano. Durante las celebraciones todos los asistentes vieron sorprendidos a un hombre sentado en un trono de maderillas que resistían endeblemente su liviano peso. Uno de sus ayudantes encendió la pólvora y después de una ruidosa explosión y de que el humo se hubiera esparcido, solo quedaban sanguinolentos pedazos de carne regados por la acera y las paredes. El público huyo horrorizado y el libro de los suicidios capto con un boceto las escenas de sorpresa ante el espectáculo.

Mi asesino, así es, había logrado hacerlo mío (con un adjetivo posesivo) en base al conocimiento íntimo de su método, había logrado transformar estas anécdotas históricas en remakes de la Lima suicida de aquellos años. En los periódicos – Dios los disculpe por su exiguo conocimiento histórico – se seguía hablando de accidentes o suicidios, y las muertes, más que en la sección de policiales, se podrían incluir en las columnas de amenidades.

Nada más lejano de la realidad. Mi asesino había transformado escenas casuales desde la perspectiva de la voluntad que se dirige hacia la muerte. Ya no eran los propios protagonistas y muertos quienes ideaban sus inusuales desapariciones, sino un historiador y tradicionalista limeño quien recreaba a la ciudad aristócrata de la época.

El caso me tenía fascinado. Aprendí de memoria las siguientes quince escenas de suicidios descritas en el libro y esperé pacientemente a que una de aquellas descripciones coincidiera con las noticias del día en el periódico. En el camino noté con desilusión que las descripciones de hoy distaban del lujo y pompa del léxico antiguo, que le daba majestuosidad a un montón de carne reventada en una plaza. Hoy se hablaba con una jerga ininteligible, y la belleza de las muertes, último acto de respeto de los vivos hacia los muertos, se transformaba en el culo gigantesco de una morena que incitaba al acto sexual al lado de una escueta frase “Tío se mata de risa”, o “Loquito revienta con fuegos artificiales”.

Lima se ha banalizado, pensé. Y por un instante la empatía crucial de quien entiende al asesino y por ello se coloca en la condición de adivinar su próximo ataque porque es también el de uno mismo se apoderó de mí. Había que recobrar a la ciudad de novela negra que teníamos entonces, una urbe cosmopolita e irónica, capaz de dotar de lirismo y poesía a las curiosidades cotidianas de una autentica ola de suicidios. Hoy en cambio, los periódicos hablaban de estadísticas, de un incremento desmesurado del número de suicidios y accidentes estúpidos en la ciudad, a la vez que advertía a los padres de establecer mayor comunicación con sus hijos, si no los querían encontrar en una última escena ridícula a la mañana siguiente de su última cena.

El libro hablaba de un jockey que moría al golpear a propósito su cabeza contra la vértebra de su caballo antes de llegar a la meta. Posteriormente el caballo ganaba la carrera y el tipo caía rendido e inerte del equino frente al estupor colectivo. Debía dirigirme al hipódromo lo antes posible. Era probable que el asesino le diera veneno al desdichado jockey, y que eligiera justamente al caballo más elegante y veloz de los disponibles. Muere el jockey y gana el caballo ¿Acaso tan bella anécdota no merecía una caratula en primera plana escrita por un maestro de la literatura? Tal vez y lo único que venía buscando el psicópata era una escueta y bella reseña de una de sus obras, no redactada por un incompetente periodista de escaso vocabulario.

Entre los asistentes encontré a varios amigos que me informaron que el caballo “Furioso” era el favorito para ganar la carrera más importante de la tarde, así que compre un boleto y aposte más de cien soles por el preferido del público. El único que le podría hacer algo de sombra era un joven potranco traído desde Yemen, país del que hasta entonces solo imaginaba como un rico exportador de petróleo. La tarde era gris y fría. Corría mucho viento en dirección este-oeste, lo que debía facilitar la velocidad para los caballos. Pensé en el diseño aerodinámico de las bestias en oposición a la torpeza humana. Pensé en el placer y la evocación de libertad que genera ver a una familia de equinos recorrer una playa sin monturas en sus lomos. Luego pensé en la cara del asesino y sonreí porque tenía una ausencia absoluta de los rasgos toscos y brutos de los sicarios o de quienes mataban por emociones violentas. Estaba frente a una persona de porte estiloso, de nariz respingada y esbelta figura, y alto, muy alto, blanquísimo. De pronto desmayé

El Informante, 25 de Agosto de 1993:

Un hombre de mediana edad murió ayer en el Hipódromo de Monterrico mientras presenciaba la carrera principal de la tarde. Aunque inicialmente se había reportado que la muerte se debió a un fallo cardiaco, el investigador Renato Esparza confirmó esta madrugada que la muerte tuvo su origen en la ingesta de arsénico en pequeñas cantidades pero con gran reiteración, puesto que la víctima había tenido vómitos y dolor abdominal antes de morir.
Trascendió que las razones del suicidio podrían encontrarse en una fuerte depresión pues el hombre vivía solo y no tenía hijos.
"Comenzó a vomitar y a ponerse pálido y cuando lo ayudamos mencionó una cosa extraña sobre un libro y una trampa que le habían tendido pero claramente estaba desvariando", informó en entrevista un testigo.
Por otra parte las autoridades manifestaron su preocupación y compromiso para cesar con la ola de suicidios que asolan la ciudad y que vienen cobrando decenas de víctimas en lo que va del invierno.
El Alcalde precisó que según informes de la oficina de salubridad pública se han reportado casos de cuatro menores, cinco hombres adultos y dos ancianos en las últimas semanas.

domingo, 7 de agosto de 2011

Países imaginarios


Rafael y Silvana habían oído hablar a tía Zarzamora sobre aquel místico lugar, rodeado de enormes y frondosas montañas, en donde los pueblos a lo largo del valle dormían con la constancia eterna del discurrir de un riachuelo y sus pequeñas cascadas, el país mágico lo llamaban, por usar una de esas palabras desgastadas por las tiras cómicas, los tebeos de los puestos de periódicos y las series de televisión para niños.

Tía Zarzamora hablaba de aquel lugar describiendo con una exquisitez fantástica cada uno de los lugares y de los juegos que las personas podían hacer en aquel país lejano y fuera del tiempo. Les decía a los niños, que papa también había ido a aquel lugar algunas veces, solo que era muy pequeño y que tal vez no lo recordaba; y luego papa se pasaba todo el camino de vuelta a casa recordándoles a los niños que las historias de tía Zarzamora eran falsas. Pero las sospechas crecían en las pequeñas mentes, que colocaban nuevos aditamentos y adornos a aquel país hasta entonces solo construido por palabras bellas y perfectamente conjugadas.

¿Realmente tía Zarzamora recordaría con tantos detalles al país mágico? Según sus aproximaciones, no debía haber vuelto a aquel lugar en más de treinta años, pero esporádicos y cansados trotamundos le habían dicho que todo seguía igual, y que mientras más se alejaba el tiempo sin tiempo que regía a aquel país, más bello se hacía pues su pertenencia a la línea temporal del mundo era cada vez más incierta.
Rafael disfrutaba enormemente las visitas de los jueves en la tarde a la casa de tía Zarzamora, mientras que Silvana iba creciendo y perdiendo interés en las criaturas fantásticas del lugar. A su edad, más importante que caballos alados, puercos que hablan y niños presidentes, son los otros niños de la escuela, que comienzan a desempeñar sus roles de género en base a un conocimiento social ancestral. Los niños, en algún punto de su vida, aprenden a comportarse como hombrecitos con lo que ello conlleva.

Entonces Silvana olvidaba rápidamente las historias de tía Zarzamora y esperaba con ansias a las 7 de la tarde para que papa los venga a recoger y vuelvan a casa.
Una noche, Rafa buscó entre los papeles de papa alguna foto del país mágico pero solo encontró memorandos, cartas y documentos de lenguajes refinados y excesivamente formales. Pero al final del cajón del escritorio principal había un sobre muy viejo que Rafa abrió con extremo y curioso cuidado, como si de la delicadeza con aquel artilugio dependiera su trascendencia para la nueva vida que prometía tía Zarzamora en el país mágico.

Dentro de aquel sobre había una bella foto en medio de un valle con montañas que se perdían entre sí y con las nubes, haciendo una orgia de miles de colores en tonalidades inverosímiles. Una escena natural ciertamente barroca. En el centro de la fotografía se agolpaban un grupo de niños dirigidos por un hombre moreno de bigote, el abuelo. Papa estaba ahí, tía Zarzamora sonreía mostrando sus dientes picados por el exceso de dulces. Ese era el país mágico y Rafa lo supo al instante. No se lo diría a Silvana porque no le importaría. Rafa supo que la pregunta crucial en todo lo referente al país no era donde, sino cuando, y que el país no era una geografía sino una conexión neuronal perdida en el cerebro nostálgico de tía Zarzamora.

lunes, 25 de julio de 2011

Estadística de invierno


Un día en que paseábamos por la ciudad de invierno todo quedo mucho más claro para mí. Me refiero a la ciudad de invierno porque cada ciudad son varias en realidad, una en el alboroto urbano del verano y otra en la melancolía agradable del invierno, y entre ambas ciudades, circundan versiones pálidas de sí mismas entre otoño y primavera, algo así como metamorfosis todavía no concluidas, gusanos que no llegan a ser mariposas o alguna otra analogía por el estilo.

Recuerdo que Matilde tenía las manos frías, y recuerdo tan banal detalle a la perfección porque su cuerpo suele despedir un agradable calor que emula el cariño de una sopa de mama cuando llego de largos viajes, entre cansado y feliz. No hablábamos. Por primera vez en mucho tiempo no sentíamos la necesidad de llenar el aire con palabras sino que escuchábamos tranquilos el devenir de la ciudad. Vendedores, instructores de gimnasio alentando a los exhaustos deportistas, tenderos vendiendo cualquier clase de producto, los autos y sus motores rugientes y los cláxones alterando la tranquilidad de una pareja de ancianos que paseaban cogidos de la mano. Nosotros no emitíamos ningún sonido que rompiera esa armonía, éramos parte de la escena solo por nuestra innegable presencia física, y por los esporádicos soniditos de nuestras zapatillas contra el cemento de las veredas.

De pronto pasamos frente a un bar extraño, de esos que también parecen discotecas, burdeles y restaurantes a la vez. Matilde me miro divertida pero rápidamente sus ojos se entristecieron. Era como si al comienzo hubiera querido decir un comentario divertido pero un remordimiento insoportable hubiera terminado por oprimirla.

- Y al final todo es una casualidad ¿no?, nosotros podríamos ser ellos. Es cuestión de suerte…

Decía esto viendo a los adolescentes pueblerinos que entraban a aquel extraño lugar de luces fosforescentes y música en los altoparlantes. Era cierto. Nosotros éramos dos estudiantes de la mejor universidad del país pero pudimos ser ellos. O pudimos haber nacido en el país más poblado del mundo.

De pronto los dos penetramos en un silencio aplastante. Sabíamos que solo pensábamos en el comentario de Matilde y que esa sola idea se apoderaba de nuestras divagaciones durante largos minutos.

Estadísticamente era unas cinco veces más probable haber nacido chinos que peruanos. Yo pude ser mujer y Matilde un hombre. Pudimos haber cambiado de sexo. Pudimos nacer en lugares totalmente alejados el uno del otro. Pudimos nunca conocernos, o conocernos y odiarnos, pero vamos, tal vez nos odiaríamos en el futuro…Pudimos no ser el espermatozoide vencedor y entonces todo hubiera sido totalmente distinto. Pudieron conocerse tal como nos conocimos dos cigotos fecundados totalmente distintos, tal vez hasta en años distintos. Pudimos no estar escapando de la gran ciudad en una pequeña ciudad de altura con un bello lago a sus alrededores sino escapar de una enorme metrópolis futurista asiática en la bella e inhóspita Lhasa, frente al palacio de Potala.

Pude ser ella y ella ser yo, quien sabe y ya no importa. Pero estos pensamientos habían vencido nuestras ganas de seguir hablando. Solo imaginábamos nuevas y múltiples vidas a un ritmo de un centenar por minuto. A veces Matilde sonreía, a veces sus ojos añoraban un futuro inexistente – como si se pudiera añorar el futuro -, a veces yo me pensaba lejos de ella pero pronto sentía un dolor en el pecho y cogía con más fuerza su mano que se enfriaba aún más. Y lo más extraño de todo era que aún no sabíamos cuál de todas esas posibilidades era nuestro futuro, solo nos sabíamos los dos muertos de frio paseando por una estrecha calle mientras nos acercábamos a una vendedora de cigarrillos en un día ciertamente irreal.

lunes, 18 de julio de 2011

Soles


¿Y si te dijera que el sol de otoño es engañoso? Que el sol solo despliega su belleza y su calor infernal en el verano, y que acompaña los días de campiña y transeúntes de pequeñas ciudades en primavera.

¿Si te dijera que más vale arder rápido con el verano transitorio que mirar un patético sol muriente en el otoño? No sé si te lograría convencer y tampoco pretendo hacerlo, al fin y al cabo cada uno de nosotros tiene impresiones subjetivas sobre las sensaciones, pero creo que la mía es bastante acertada y compartida.

El sol de verano y el de primavera te ofrecen nuevas brisas que no esperan otoños fríos para dejar caer sus hojas, marchitar vidas, hacerlas aburridas, tediosas, melancólicas. En el sentido original de la melancolía, como un estado de la psique, como una especie leve de depresión.

Hay muchos soles, tantos como personas en el mundo y como días de vida del astro, pero, lo repito, no me agrada el sol de otoño, porque es una felicidad engañosa. Prefiero el viento en la cara de un camino sin horizonte conocido y la búsqueda incansable de soles solo en primavera y verano.

miércoles, 6 de julio de 2011

Jet lag


Llegué al aeropuerto con una sensación insoportable de nostalgia. No sabía si extrañaba Madrid desde pisar Lima, o si extrañaba Lima tal como era hace dos años cuando viajé. Muchas cosas habían cambiado en la ciudad, y debía acostumbrarme a ellas lo antes posible y eso me ponía nostálgico, incluso me aterraba un poco.

En el aeropuerto me esperaba Mónica. Seguro estaba un poco molesta porque mi vuelo se había demorado y mi maleta fue una de las ultimas en pasar por la cinta de equipajes antes de poder salir y encontrarme con ella. Sin embargo su enojo desapareció cuando me vio y nos abrazamos. No tenía a nadie más en la ciudad. Hace dos años, cuando me fui de Lima tenía muchos amigos pero no se mucho de ellos desde que me fui para España, y para ser sincero me importan muy poco sus vidas. Le pregunte a Mónica por Daniela y Vicente, y ella me dijo que vio a Daniela en un centro comercial con un chico. Hice una mueca de molestia pero luego recordé que era imposible pretender que me esperara estos dos años, la vida sigue y es necesario dejar atrás las nostalgias y los cariños que pasan al pasado.

Vicente estaba peor. Eso ya lo sabía. Mónica me dijo que hace como cuatro meses su mama la llamo para pedirle mi número telefónico en Madrid, y mi correo de la universidad. Ella sabía que no quería saber nada de Vicente así que ensayó un pretexto para no darle mis datos a su interlocutora.

- Huevon, la tía estaba cagada, súper triste
- Me imagino, a veces creo que lo mejor es que Vicente se muera de una vez, todos estaríamos más tranquilos…

Mónica hizo un gesto de desaprobación, parecía estar en contra de mi solución perfecta y, pensándolo bien, tal vez Vicente tendría una chance más para mejorar.
La ciudad estaba cubierta de neblina y llovía, las calles estaban mojadas y caóticas. Mónica conducía con mucho esfuerzo su auto nuevo. Por un instante la recordé en los primeros años de la universidad, con su pelo teñido y sus muñequeras de cuero. Ahora vestía una chompa negra, muy sobria, y encima un abrigo del mismo color. Algo en sus ojos había cambiado, no sé si estaba más triste, tal vez más madura.

- ¿Y piensas ir donde Vicente?
- ¿Qué?...si, pero primero quiero revisar unos papeles de la universidad. Fácil y voy el fin de semana a su casa. ¿Sigue viviendo con sus viejos?
- Sí, yo tampoco hablo con él hace tiempo pero por lo último que sabía sigue allá.

Luego nos sumergimos en nuestros pensamientos. Era un silencio profundo, denso. Era un silencio a pesar de que en cada luz roja escuchábamos los sonidos de los motores de los autos y buses a nuestros costados, y la declamación de las rutas de las combis en las voces de los cobradores. Lima se veía bella pero triste.

En los buses la gente miraba perdida a los edificios o a la propaganda donde personas sonrientes promocionaban productos innecesarios para la vida, y Mónica tarareaba la canción que se escuchaba en la Radio. Ni una pregunta de España, esa era una vida sin relevancia para la continuidad de Lima. Ni yo quería contarle ni ella quería saber.
Llegamos a mi antiguo departamento y le ofrecí una cerveza en el bar más cercano. Sonrió y asintió con un suave ademan, y media hora después estábamos frente a tres cervezas heladas en uno de los huecos al frente de la universidad.

- Oye, estas hecho mierda, cualquiera diría que no te has ido a Europa.
- Si, un poco. Siento un poco de nostalgia. ¿Sabes algo de Juan, Alberto, el gordo, la gringa?
- No, deben andar en lo suyo ¿No?, como todos.
- Si pues, como todos. Pero Vicente…

En ese punto debía decir que Vicente probablemente siga solo. Tal vez ya no frecuente a ninguno de sus amigos y sus adicciones y rarezas hayan empeorado. Pero no me atreví a decir nada, no quería mostrar excesivo interés por alguien que se suponía ya no era mi amigo.

- Huevon, nadie cagó a Vicente, él se quiso joder solo.

Después de terminar las cervezas abrace a Mónica antes de despedirme de ella. No había sido lo suficientemente efusivo cuando la vi en el Aeropuerto a mi llegada, y la verdad era que la quería mucho y me había alegrado sobremanera verla. Le pregunte si le parecía una buena idea visitar a Daniela de sorpresa y me dijo que mejor avisara porque a ella le molestaban las visitas sin previo aviso. Asentí resignado, ella era así, muy metódica, muy maniática con los horarios.

Llegue al departamento y quise ponerme a leer la novela que vine leyendo en el viaje pero no pude. Mi mente estaba embotada de recuerdos viscosos. Recordaba gemidos de Daniela, a Vicente borracho gritando, a mi mama llorando en el aeropuerto antes de mi partida y a las calles mojadas de la noche limeña. Salí del departamento y me puse a caminar por la avenida sin ningún rumbo establecido. Era casi la media noche y mama ya me había llamado. Estaba feliz por mi regreso y en cuanto pudiera llegaría a Lima para verme. Su voz me resultaba dulce y apacible, como si el alma hubiera regresado a su cuerpo. Sentí que había vivido en una tensión constante durante dos años, con la tristeza enorme de mi lejanía y la certeza incierta de mi retorno.

Me pasó con mi papa. El viejo también estaba feliz. Yo quería comer pizza con él, sentados en la sala de la casa viendo un partido de futbol con mi hermano, pero tendría que esperar a la llegada de todos ellos.

Camine por algunas horas, hasta que caí en la cuenta de que se me habían acabado los cigarrillos y que estaba lejos de casa. Pare un taxi, quería decirle simplemente que me lleve a casa de Daniela, o de Vicente, o de Mónica, que no soportaba mi departamento solo esta noche. Simplemente di mi dirección y cerré los ojos. Debía ser el cansancio de la llegada o algo por el estilo.

Dormí en el sillón de la sala y desperté con un dolor de cuello pertinaz que me acompaño durante la mañana de incertidumbre ¿llamaría a Daniela? ¿Visitaría a Vicente? Finalmente fui a casa de Vicente y su madre me abrió la puerta. Me saludó sorprendida pero rápidamente note un poco de molestia en el tono de su voz. En el fondo sé que me juzgaba por no haber estado con Vicente cuando una persona más necesita a sus amigos, pero hubiera demorado demasiado explicándole que suelo defraudar a las personas porque siento una presión enorme cuando soy muy importante en sus vidas. Vicente no estaba en Lima. Ahora trabajaba enseñando literatura en un colegio en Arequipa. Había dejado las pastillas y se casaría en febrero del año entrante. Por un instante sentí cólera, hubiera querido ser parte de su mejoría para que los demás me miraran con admiración. Yo hubiera sido el único amigo que después de todo siguió con él, incluso en los peores días. Pero igual me alegraba que hubiera mejorado tanto en estos dos años. Su madre no me dejó entrar a la casa, me dijo que estaban pintando y que los residuos en el aire me producirían alergia. Tampoco insistí y me despedí para caminar un rato por la avenida cercana.

Me sentía como Meursault, el extranjero, caminando por una ciudad desconocida. Hacía mucho frio, mucho más del que recordaba que pudiera hacer el Lima. No sé cómo, simplemente recuerdo un cumulo de sensaciones molestas y las arcadas en mi estómago, y los vómitos y que me senté en la acera de una tienda, pero retome conciencia cerca de la casa de Daniela. Estaba sentado en la vereda donde solía esperar que se alistara para salir. Sentía el estómago vacío, mi corazón palpitaba a un ritmo brutal y las manos me temblaban. Busque en mi abrigo y tenía 2 cigarrillos arrugados así que prendí uno de ellos hasta ordenar mis ideas. Daniela debía estar dentro echada en su cama leyendo algún libro de cuentos. Sonreí con la idea de que lo que leyera fuera uno de los libros que le regalé.

La despedida de ella había sido dura, más de lo que imagine. Habíamos llorado, ella me había increpado algo y luego nos marchamos. Recuerdo que ella dijo que no quería volver a verme, así que lo que estaba haciendo era un incumplimiento al pacto. Estuve sentado pensando durante muchos minutos y la vi llegar de la mano de alguien. Me paré y sé que me vio mientras me marchaba. Espero que no le dijera a su acompañante quien era yo. No valía la pena que se lo cuente.

Volví a casa y me recosté en la cama de mis papas. Me sentía aturdido y cansado. La cabeza me reventaba de dolor así que tome una pastilla para dormir, ya no sabía cuál era la hora y si era de madrugada o si estaba anocheciendo.
Al día siguiente fui a almorzar con Mónica. Estaba de mejores ánimos que la tarde en que me recogió del aeropuerto. Nos reímos con muchos temas sin importancia pero finalmente le pregunte algo que no vino de mí, era otro el que preguntaba

- ¿Vicente se mató no? Fui a su casa y su vieja me dijo que es profesor en Arequipa. No…
- Si, se mató. Hace como cuatro meses su mama me llamo y me dijo que te avisara pero no pude, esas cosas son difíciles de contar.
- Lo se chata, no te preocupes…
- Se metió a su cuarto, le puso seguro a la puerta y se pepeo con somníferos. Lo encontraron a la mañana siguiente. Creo que dejo una nota.

Quise decir algo pero sentí arcadas otra vez. Extrañaba Madrid pero sé que si volviera todo sería diferente, como en Lima, como todos los lugares a los que uno regresa en la vida.

- Daniela me llamo anoche, me pregunto si ya estabas en Lima.
- Sí, me imaginaba. Ayer estuve por su casa y creo que me vio. Tal vez por eso te llamó.
- Se va a casar, ¿Sabias?
- Si, algo oí por ahí

Me pase la tarde buscando ropa para abrigarme en los días siguientes y me causo gracia los juegos de los niños en el parque Kennedy mientras descansaba en una banca. Sé que Daniela estaría planificando su primer embarazo porque ella adoraba a los niños. Sé que lo hará bien. No tengo que desearle suerte porque sé que todo va a salir de lo mejor. Lima ya no es Lima, por lo menos no la que recordaba.